Mucho se ha escrito a favor y en contra del MAS durante casi 20 años y ahora que el principal actor de la película ha desaparecido habrá quien recuerde con nostalgia los viejos tiempos en que todas las culpas y todos los méritos recaían sobre esa sigla y sus principales líderes.
Hace 20 años no eran pocos los que decían que, por fin, las masas habían llegado al poder y que se inauguraba así un nuevo tiempo de inclusión social, de empoderamiento indígena y de inédito protagonismo popular. Sin duda había entusiasmo.
Los revolucionarios de todos los tiempos se sintieron reivindicados, desempolvaron banderas y manifiestos e intentaron construir el puente argumental que llevaba de la caída del Muro de Berlín al de ese sorprendente triunfo del socialismo en un país ubicado por años en los márgenes de la historia global.
Pero, además –y no era poco– más del 54% de la gente había elegido democráticamente al primer indígena para gobernar el país. El humilde campesino de Orinoca, el combativo dirigente sindical del trópico de Cochabamba, el cocalero del Chapare, irrumpía desafiante en la política nacional para refundar una historia de la que, hasta ese momento, los que eran como él no habían formado parte.
Intelectuales de Bolivia, y en general de todo el mundo, intentaban descifrar el acontecimiento desde diferentes proximidades teóricas, para arribar a una conclusión más o menos similar: la revolución tarda, pero al final siempre llega, nada más que ahora de la mano de un indígena boliviano sencillo y, en principio, ajeno a la parafernalia protocolar.
Eran tiempos en que biógrafos de distintas latitudes merodeaban la vida de Morales; su “heroica” gesta que lo había llevado desde una más que modesta infancia en busca de alimento a la orilla de los polvorientos caminos de su Orinoca natal hasta los encumbrados escenarios del poder. Entonces, cualquier anécdota era ya una señal inequívoca de predestinación y cualquier desliz una expresión de autenticidad. En el país donde había muerto Ernesto Ché Guevara, Evo Morales comenzaba a convertirse en una figura global.
Hoy todo eso está en el pasado. Del héroe ha quedado solo un prófugo y del partido unos cuantos retratos oficiales archivados en los sótanos de los edificios públicos. Máxima expresión del poder y la caída, Morales resume las virtudes originales, pero, sobre todo, los vicios más aberrantes de más de una década de conducción abusiva del gobierno.
El ascenso y la decadencia de Evo Morales y el MAS animaron la reflexión nacional en los últimos años, los elogios más obsecuentes y las críticas más despiadadas, al extremo que a estas alturas no son pocos los escribanos que sienten una suerte de parálisis analítica frente a la desmesura de la pantalla/hoja en blanco.
Si para algunos, la desaparición de la Unión Soviética significó una especie de fin de la historia y la victoria de Morales y de otros como él el reencuentro con la continuidad histórica, hoy el panorama no ha quedado muy claro.
¿Cómo es que sigue todo esto? ¿Volvemos atrás para comenzar de nuevo? En el trabajo de arqueología política, ¿habrá algún vestigio que valga la pena llevar al museo de los logros nacionales? ¿Acaso es como en las películas donde el fin de los supuestos malos significa la victoria de los buenos?
Está claro que, para todos, comienza un duro período de aprendizaje: y ahora que se fueron, ¿de qué hablamos? La nostalgia por el MAS quedará instalada un tiempo, mientras se aprende a entender lo que pasa y lo que viene. Es la historia que continúa. Nos toca este tramo.
Hernán Terrazas es periodista.
                            
                            
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