“Cuando era niña y me preguntaban por mi papá, yo respondía que buscaba dinosaurios; por supuesto, nadie me tomaba en serio”. Así comienza este relato íntimo y a la vez colectivo que Viviana Saavedra ofrece en su primer documental como directora, una historia que nos habla de su padre, pionero de la paleontología en Bolivia, Henry Saavedra Coca, que dedicó su existencia a explorar y proteger los tesoros rocosos del Parque Nacional Torotoro (departamento de Potosí). A través de su mirada y su voz, Viviana explora varios temas que se combinan naturalmente: la memoria familiar, la investigación científica y la denuncia.
La película rescata la verdadera historia de Saavedra Coca, que afirmó haber descubierto huellas de dinosaurios y la caverna de Umajalanta, aunque otros se llevaran el crédito, cosa que sucede con frecuencia, pues como Viviana ha señalado “muchos descubrimientos bolivianos son atribuidos a extranjeros por la falta de apoyo estatal”.
A partir de testimonios de guías comunitarios, guardaparques y varios investigadores, la directora pone en evidencia la riqueza paleontológica y geológica de Torotoro, junto con las amenazas que lo acechan: saqueo, tráfico de fósiles, turismo irresponsable y abandono de las autoridades.
La obra es muy personal. Viviana transforma el dolor y la ausencia en reconciliación con su padre, que dejó todo por Torotoro, incluyendo su familia.
Da cuenta de su aceptación al hecho de que la pasión no siempre respeta límites, que la obsesión por el conocimiento puede aislar, pero también dejar huellas imborrables. Con sensibilidad e imágenes fascinantes, Viviana crea una historia en la que hilvana sus recuerdos con la denuncia al Estado, por el abandono y la poca o ninguna valoración que le da a Torotoro. Es también una interpelación hacia la falta de educación de nuestra sociedad, que ignora este tesoro y, por lo tanto, no lo aprecia.
Pero más allá de la denuncia, el film es un homenaje a la pasión de quienes protegen este patrimonio. Con testimonios conmovedores hace un llamado urgente a valorar la riqueza colectiva que todos debiéramos proteger.
Es una celebración a este sitio de valor incalculable y a quienes dedican su vida a cuidarlo e investigarlo, por la pasión y amor que tienen a su trabajo. Es, asimismo, un documento que se constituye en un archivo fundamental para la memoria, por la cantidad de información y las bellísimas imágenes que registra del cañón, las cuevas y las huellas milenarias, únicas en el mundo.
Obras como ésta son una alerta para el Estado, que debe priorizar el patrimonio cultural y la riqueza paleontológica, pues si se pierde es para siempre, no se renueva. Su protección implica, a la vez, el cuidado de las comunidades locales, su identidad y su desarrollo. Evitar el saqueo y promover la investigación responsable –fundamental para comprender la historia del territorio– podría traducirse en educación, innovación y mejores políticas culturales y científicas.
Una gestión adecuada impulsaría las economías locales mediante el turismo y la creatividad, fortaleciendo a la ciudadanía al involucrar comunidades. Asimismo, proyectaría la imagen del país, legando a futuras generaciones un capital simbólico y material irremplazable.
Tras las huellas de un dinosaurio tiene fallas y cualidades, como muchos productos artísticos, pero me quedo con lo que suma y algo que destaco es cuán esencial es el cine. Cuán poderoso resulta como herramienta de educación y memoria colectiva.
Con esta película se difunde el valor de la cultura y del patrimonio, se promueve el orgullo nacional, se fortalece la identidad y se genera impulso económico, por todos los oficios, servicios y productos que ha movilizado en su cadena de producción.
Finalmente, al convertir la memoria y el dolor en belleza, en homenaje y en perdón, Viviana nos ha hecho un regalo, a Torotoro, al cine y al país. Imagino a su padre, ese noble dinosaurio cuyas huellas están en esas rocas que tanto amó, sonriendo en paz.
Isabel Navia Quiroga es comunicadora y periodista.