“Hoy se cree que rompiendo o incendiando una escuela o un transporte público se logra el objetivo”. Lo dijo la ministra de la Secretaría General de Gobierno de Chile, Camila Vallejo, abordando los incidentes ocurridos hace un par de meses en las calles de Santiago como parte de las manifestaciones estudiantiles en las que resultaron quemados –de manera intencional– dos buses.
La hermosa secretaria de Estado continuó –impertérrita– frente a cientos de bocas y ojos bien abiertos de su incrédula audiencia: “Yo no sé cuáles son las motivaciones o razones que están detrás de esos hechos, pero la consecuencia directa es un daño no al gobierno, no simplemente a la imagen país, sino a usuarios que son particularmente familias de clase trabajadora”.
De ahí en adelante el chiste se cuenta solo…
Esta ministra secretaria –que alguna vez justificó la lucha armada– es una de las cuotas del Partido Comunista dentro del gobierno de Gabriel Boric (con quien compartió más de una insurrección estudiantil). Es además, una de las que hasta hace poco declaraba que no había que soltar las calles y que no se descansaría hasta la liberación de los “presos políticos” que en las revueltas de octubre de 2019 provocaron saqueos, destrozos e incendios a estaciones del metro, iglesias y varios buses.
Hay otro antecedente de esa espiral de demencia política. Durante la campaña electoral que condujo al jovencito buena onda a la presidencia de Chile, a una de las jefas del comando se le escapó un exabrupto en un conversatorio en Zoom que ¡ay! muchos presenciábamos. Confesó, con algo de impudicia, que además de llevar sus propuestas puerta por puerta, le parecía “fundamental quemar una micro”.
Sucede que para quienes toman legalmente el poder después de haber hecho una revolución urbana, la impostura es ineludible. No queda más que agarrar los micrófonos en el conflicto inaugural en las calles, poner cara de póker y de modo imperturbable justificar, con la Constitución como coartada, cualquier medida coercitiva del Estado. Se vuelve imprescindible entonces, comenzar a llamar “grupos desestabilizadores” a los movimientos que antes “reivindicaban derechos sociales”. Y redimir a los policías, que pasan de ser “pacos culiaos” a “dignos carabineros”.
Como lo que seguramente pasará en la Colombia de Petro. Y yo, como Alf (esa criatura alienígena de los 80), haré un festín con pipocas y me sentaré frente al televisor a la primera agitación en Cali por alguna elevación de impuestos. No festejaré ningún tipo de represión claro, pero sí me solazaré con la tambaleante declaración del nuevo presidente anunciando la salida de su ejército “pues reconocemos la legitimidad de la protesta, pero no podemos permitir actos de vandalismo”. Como las declaraciones que ahora hace Camila, pero sin poder presumir silueta.
En Bolivia atravesamos por desvaríos similares. Y la realidad se lee según donde se está. Hace un tiempo, quienes protestaban en las calles eran compañeros de luchas justas. Ahora son marionetas manejadas por el Imperio Galáctico.
Pero nosotros –que hacemos todo a nuestra manera– somos más sofisticados para enfrentar estos líos (que dicho sea de paso no tienen las dimensiones violentas de otros lados). Nuestros gobernantes no siempre invocan a la Policía cuando hay que aplacar a los revoltosos. O por lo menos no a la que viste verde olivo. Aquí la reprimenda estatal es invisible. Los enviados a imponer orden –que pueden ser funcionarios públicos, personal de Inteligencia, o simplemente personas con alma de dóberman– se disfrazan de médicos, maestros o cocaleros (los ajenos), según la temática de la movilización.
Entrenados para la contramarcha, estos patriotas grupos de choque se han convertido en el terror del barrio. Aun así, los descontentos opositores, que a veces lo único que piden es un poquito más de respeto, si no fuera mucha molestia, se animan a salir a reclamar. Sabiendo que el “colega” que camina a pocos metros puede inadvertidamente lanzarles una piedra, o un cachorro de dinamita –de esa que aspira a formar parte del patrimonio cultural de la Unesco– para luego escabullirse tras la dispersión de la manifestación.
Harían bien aquellos que han pasado de ser revolucionarios líderes estudiantiles a gobernar sus países, adoptando la tecnología boliviana en la administración de la fuerza pública (esa que antes los reprimió y ahora los asiste). Háganme caso, lograrían mantener una imagen compasiva y empática con el pueblo. No hay represión estatal; queda en evidencia que los disturbios emergen del seno mismo de las marchas; y siempre algún sedicioso queda magullado como para no intentarlo de nuevo. Eso sí, no la pelen metiendo presos a quienes solo marchan. Pues eso solamente lo hacen los gobiernos del otro bando. El de los malos.
Daniela Murialdo es abogada y escritora