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La madriguera del tlacuache | 27/07/2025

El amor prohibido de los medios a los políticos

Daniela Murialdo
Daniela Murialdo

La cuestión de esta columna es si los medios de comunicación deben explicitar su línea política o, por el contrario, preferir el autoengaño de jugar a no tener inclinación, aunque sea inocultable. Los dueños de medios y los periodistas son seres humanos con preferencias, sentimientos e ideología. No sé si porque la Ley de Imprenta los aprisiona o porque temen el desprestigio, pero por costumbre local se resisten a abrir el juego. Más en estos riesgosos tiempos.

No pasa en otros países: en España, Estados Unidos o Chile, por ejemplo, la tradición -menos eufemismos y más franqueza- reparte sellos progresistas o conservadores a los periódicos desde su fundación. De ahí para delante, sin importar el formato, su periodismo se ejercerá desde un lugar político claro. Y su reputación dependerá de la confianza que el público le brinde. Citando la trillada frase de Christiane Amanpour, se trata de ser veraz no neutral.

Estos días de campañas cualquier nota referida a los candidatos nos toca de alguna manera. Si el canal de televisión que pillamos en el zapping siente simpatía por nuestro postulante, nos alegrará la lisonja -aun velada- de sus colaboradores. Celebraremos incluso que en el panel de expertos “independientes” organizado por ese canal para consultar a los distintos aspirantes al trono, cuelen al asesor de ese nuestro hombre para hacerle, en verdad se los agradecemos, menos fatigosa la vida. Empero, cambiaremos con la bronca del mal perdedor el dial si la emisora que publica la última encuesta no menciona a nuestro favorito en primer lugar. 

Lo cierto es que no debe existir una prensa que no le haga guiños a una o más facciones políticas. Así como no debe haber una audiencia tan ingenua que no lo advierta. Por el contrario, somos cada vez más suspicaces, andamos a la caza de editoriales, comentarios y posts en las redes sociales para encontrar las conexiones de los órganos con tal o cual postura. Trabajo que nos ahorrarían si los comunicadores no se la pasaran ocultándose. Sin embargo, no todos se esconden bien.

Veo a una conductora embobada con su invitado, impactada porque este sabe más de tres idiomas y ha sido ministro muy jovencito. Solamente le falta pedirle que se lo cante ahí mismo en el plató. Descubro a otro de sus colegas, que merodea las redes y hace notar sus “me encanta” a lo que publica el candidato de la misma fórmula. Pero ambos se empeñan, desde el set, en desmenuzar a los contrincantes “sin que se note mucho”. Apremia, pues, la necesidad de dejar a ese reprimido gremio expresarse libremente sin máscaras. La información, qué duda cabe, sería más honesta.

En uno de los talleres literarios que cursé (Novela sobre hechos reales), un profesor nos hizo ver que la realidad deja de ser absoluta apenas se la percibe y se la relata. Así, las noticias nunca son puras. Nacen de un testigo presencial que, condicionado por sus propias percepciones y perspectivas, transforma los hechos. La distancia no es nunca plena, aunque pueda ser un ideal útil para aproximarse. Que esto sirva de coartada.

Escuché a una exdirectora (una de las grandes) aconsejar a sus colegas no postear nada que no pudiera ser un titular. Su consejo ha caído en saco roto. Estos días leemos inclusive a directores de medios tuitear desenvueltamente sobre la coyuntura electoral dando claros apoyos. Algo que, en espacios de mayor libertad, no sería reprochable. Por qué no darles a estos informadores las mismas licencias de las que gozamos los columnistas de opinión, que en principio no buscamos despistar a nadie. Pese a que en épocas como esta hay columnistas con algún rencor oculto o un amor no correspondido, que no pueden hacer análisis honestos, y se les va el hígado o el corazón. Otros pocos, en cambio, lo intentan con más éxito, como el consultor Ricardo Paz. 

El conservador Jorge Canelas, soberano como era, hizo un intento de que el periodismo se despojara de sus complejos. Como director de La Razón se mandó un editorial apoyando sin tapujos la candidatura de Ronald MacLean a la alcaldía paceña, lo que causó una estampida en la redacción del periódico. Más tolerante resultó años después el equipo del semanario Pulso, también bajo su dirección: mientras él editorializaba a sus anchas, “sus muchachos”, reconocidos intelectuales de izquierda, escribían artículos desde sus propias posiciones. Periodistas plenos, lectores agradecidos. 

Como decían las abuelas, las cosas claras y el chocolate espeso. Cuando un medio, desde una falsa neutralidad, se pone cariñoso con quienes detentan el poder o con quienes supone lo tendrán, me vienen malos pensamientos. Y yo no quiero tener malos pensamientos. Tampoco quiero sentirme superior. Solo que ante tanta evidencia de amor periodístico implícito por tal o cual político, terminaré por transgredir esta máxima de Chesterton: “no tiene importancia que maldigamos al vecino, siempre que no nos admiremos a nosotros mismos”.

Daniela Murialdo es abogada.

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