No se puede aspirar a ser blanco o a ser a auténticamente indígena originario. En realidad es un poco confuso esto de la auto-identificación y algunos teóricos lo vuelven prácticamente incomprensible.
Desde hace dos censos o más que el tema de la categoría mestizo suscita polémica. Mientras la inmensa mayoría de los bolivianos se sentiría mucho más cómoda con una opción que refleje las múltiples vertientes identitarias que nos hacen ser que somos, unos cuantos prefieren establecer una distinción forzada entre blanco e indio, que no es sino otra forma de polarizar al país entre “extraños”, los blancos y nativos los indios.
Bolívia es un país que se lee de una manera por dentro y que es leído de otra por fuera. Para los que no se han tomado el trabajo de averiguar sobre la composición de nacionalidades que integran el país, somos solo altiplánicos.
Es más aunque sea el cruceñísimo y amazónico Oriente Petrolero el que visite a cualquier equipo del exterior en una competencia futbolística internacional, de todas maneras se dirá que es un equipo altiplánico, porque la imagen de Bolivia se ha construido desde la majestuosa cordillera y no desde la exuberante Amazonia
Y para poner las cosas en un tono tal vez más vulgar y antiguo, pero de todas maneras ilustrativo, habrá que recordar a Titicaco, el personaje de la entrañable tira cómica Condorito que simbolizaba la bolivianidad, aunque por su vestimenta y acento, ciertamente ridiculizado, solo representara a una parte, la menos extensa del país.
Somos o más bien se ha querido que seamos el país de la llama más que el del jaguar, el de la kantuta por encima del de cualquier otra flor que brote en otro punto del país.
Nuestro anclaje identitario ha sido el de un barco sin océano aferrado a las alturas e incapaz de navegar para tocar otras orillas que no sean las andinas. Somos el origen más remoto y estático, pero no la construcción, el proceso histórico que nos hizo felizmente diversos.
Nuestro propio idioma, el castellano boliviano por así decirlo, recoge palabras sonoras y melancólicas que vienen de las culturas originarias andinas, y los idiomas nativos también se nutren de los vocablos castellanos.
No hablamos idiomas puros. La lengua de Cervantes descendió de los barcos, pero en su navegar no solo incorporó otras palabras para designar las cosas, sino otros aires, nuevas temperaturas y alientos mestizos que le dieron la renovada fuerza de la que goza hasta hoy.
La lengua se enriqueció en el camino. No en vano la literatura hispanoamericana nos dio seis premios Nobel de Literatura y la española solo cinco.
En la bitácora de viaje del idioma todavía estremece que “en un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo..”, como también conmueve que alguien nos susurre “vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo u otro nos cuente que “muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde…” y alguien más describa a Felipe Delgado…”descansando en la avenida América y prosiguiendo la marcha, ya acelerando ya retardando, con rumbo al convento de la Recoleta”.
El rastro del Quijote puede distinguirse en el Pedro Páramo del mexicano Juan Rulfo, en los Cien años de soledad del colombiano Gabriel García Márquez y en el Felipe Delgado de nuestro Jaime Saenz. El idioma es el mismo, pero distinto, tocado por el tiempo, pasajero de la nave de la historia. Es uno, pero también otro: es mestizo.
De la misma forma el habitante americano hoy es resultado de un viaje que no termina y no el del regreso a un pasado ancestral. Es lo que sucede y no exclusivamente lo qué pasó.
De ahí que imponer una disyuntiva entre categorías étnico-raciales aparentemente “antagónicas”, que reducen lo “boliviano” -un invento de 200 años - a blanco o indígena, parece más bien un intento por demostrar una hipótesis político-ideológica antes que por saber cuál es la auto-identificación mayoritaria de los bolivianos.
En los censos anteriores, el de 2001 y el de 2012 tampoco se incluyó la
categoría mestizo y el resultado fue la que opción “ninguno” fue la elegida por
la mayoría. El no identificarse pesó más que la identificación. Esa fue una
rebelión de los mestizos, la de aquellos que se ven a sí mismos en una
dimensión múltiple, confluencia de ríos
diversos que desembocan en un personaje tejido por la historia con hilos
multicolores.
El mestizaje no es indefinición, ni encrucijada: es una afirmación, el reconocimiento de las diversas pertenencias que nos hacen únicos, la certeza de estar siempre expuestos y por lo tanto abiertos a ser otros.
Así, la identidad no es el retorno, ni el primer impulso. Es el devenir de pieles que se sobreponen unas a otras en un trayecto inacabado. Somos aquello, pero también esto y lo que no está, quena y guitarra, cruz y flecha, aguayo y seda, murmullos y voces de una identidad que sacia su sed en los ríos de todas las sangres.
Hernán Terrazas es periodista y analista