En octubre de 2002, Naciones Unidas organizó
en Cochabamba un encuentro internacional dedicado a evaluar las revoluciones
del Siglo XX. El menú era suculento y sus contenidos han quedado afortunadamente
a salvo en un libro de 400 páginas. Estuvieron en agenda los procesos de China,
Cuba, México, Egipto y finalmente Bolivia, país anfitrión, cuya revolución
acababa de conmemorar aquel año, medio siglo de continuidad, pero también de
dramáticas interrupciones.
La cita fue inaugurada por Gonzalo Sánchez de Lozada, presidente constitucional en ese momento, y clausurada por su vicepresidente, Carlos Mesa Gisbert. Goni dio un discurso breve y a momentos, irreverente. De las medidas tomadas por su partido a partir de 1952, se quedó con el voto universal y la diversificación económica, que llevó la tricolor hasta los últimos confines del oriente amazónico.
Por su parte, Carlos Mesa se lució con un repaso histórico del proyecto movimientista, que tres meses atrás, lo había cubierto bajo sus rosadas alas electorales. En ese entonces nadie podía imaginar que al año siguiente, ambos hombres terminarían divididos por los muertos de El Alto y Warisata. Como reconocería en 2007 David Greenlee, el embajador gringo del momento, en los sustratos más íntimos de la sociedad boliviana, se estaba gestando ya una especie de primera revolución del Siglo XXI. No sé si Fernando Calderón, el organizador de aquel encuentro, coincidiría hoy con esta maltrecha conjetura.
Para América Latina, el enfoque fue preciso. Durante el Siglo XX, este continente vivió tres experiencias revolucionarias, la de México (1917), Bolivia (1952) y Cuba (1959), países que se estremecieron a fondo en sus estructuras económicas y sociales. Las tres comparten un rasgo vital: la tierra cambió de dueños de forma violenta, expedita y probablemente irreversible. Los latifundios fueron triturados bajo el arrasador dictamen de los fusiles. Cientos de brazos fueron liberados de un yugo que los condenaba a perpetuar postración y miseria.
En México, muchos de esos labriegos se enfilaron como peones de una guerra civil sin fin entre los inclaudicables caudillos del levantamiento. En Bolivia, muchos de ellos emigraron a las ciudades o a nuevos campos de cultivo robados a la selva, dispersando su forma de ver el mundo en un territorio que sintieron suyo por primera vez. En Cuba, la liberación de brazos y mentalidades llevó a la agonía de la sociedad civil a manos del partido único y centralizado.
Aquella triple diferencia inaugural podría explicar más de lo que aparenta. Mientras las revoluciones mexicana y boliviana parecían ahogarse en sus profundas contradicciones internas, la cubana alcanzó una tediosa unanimidad bajo el patrocinio inicial de la Unión Soviética. ¿No habrá sido por esa razón primitiva que las dos primeras terminaron calificadas injustamente como “inconclusas”? Y entonces resulta que el éxito de los procesos termina siendo mal medido exclusivamente por su permanencia en el tiempo, es decir, por su aparente falta de derrotas.
Si miramos hoy con serenidad a los tres países, varias décadas transcurridas tras los estallidos, habremos de convenir en que los frutos del disenso post revolucionario han sido más benéficos que onerosos. Así, una de las grandes fuentes de democratización social efectiva en Bolivia y México fueron los respectivos hundimientos de sus actores revolucionarios en 1985 y 2000 respectivamente. Solo la caducidad de los comandantes insurgentes y la puesta en duda de una parte esencial de sus ideas, permitió que ambas sociedades se vacunaran del sectarismo y el dogmatismo que aqueja hasta el día de hoy a los comisarios de La Habana.
Y entonces, de pronto nos asalta la duda pertinente. De las tres, ¿no será más bien la cubana la revolución inconclusa?, ¿no será hoy desde ahí donde emerge un olor a derrota cada vez más difícil de disimular? Si Fernando Calderón tuviera que organizar ahora un encuentro similar al que imaginó en 2002, quizás debería comenzar comparando cifras en una tabla de tres entradas. En 2017, Pavel Vidal Alejandro de la Universidad Javeriana de Cali, ha advertido que ya desde 2011 países como Uruguay y Panamá duplican el PIB cubano.
No cabe duda que el balance histórico sigue en construcción. Por lo pronto quizás le asista la razón preliminar al desacreditado Sánchez de Lozada: lo efectivamente irreversible de la Revolución Nacional son el voto universal y la expansión económica hacia el oriente, es decir, libertades políticas y productivas, las dos vetas que explican la insurgencia de Evo Morales tras la citada conferencia de 2002.
Rafael Archondo es periodista.