En un artículo, el señor Fernando Chuquimia propuso reactivar
la economía mediante la inversión pública (Brújula Digital, 25/01/21). Destaca que,
en la estrategia del gobierno del MAS, la inversión pública (IP) es el medio
para reactivar la economía. Enumera los ajustes a la inversión pública en el
presupuesto del Estado 2021 respecto al originalmente presentado por el
gobierno de transición y concluye que la versión ajustada
“impulsará la industrialización de recursos naturales, la urea de Bulo Bulo, el
potasio en Uyuni, residuos sólidos a nivel nacional, exportar electricidad, la fábrica
de cemento, la salmuera de Coipasa, hospitales de tercer nivel, escuelas,
complejos hidroeléctricos, corredor de exportación bimodal Ichilo-Mamoré,
construcción y mantenimiento de carreteras, entre otros”.
Los argumentos y el razonamiento que usa Chuquimia para llegar a esa conclusión, sin embargo, son falaces. Primero, aunque la “literatura económica convencional” diga que la inversión pública tiene efectos sobre el stock de capital y la productividad de factores, el sentido común replica que tales efectos son a mediano y largo plazos; de hecho, puede tomar generaciones para que inversiones en educación o en salud afecten positivamente la productividad. La inversión pública podría impactar directamente –y a corto plazo– sólo si aumenta simultáneamente el acervo productivo, la demanda agregada, el empleo remunerado y el consumo de los hogares, cosas que ninguno de los proyectos que el señor Chuquimia menciona está diseñado a lograr.
Segundo, dice que el gobierno define la inversión pública “como todo uso de recursos públicos destinados a crear, ampliar, reponer, mejorar y/o recuperar capacidades productivas, económicas, ambientales, sociales y/o culturales para fortalecer la economía plural y el vivir bien”; pero no existen criterios para medir cómo y en qué plazos el uso de esos recursos fortalecen la economía plural o el vivir bien, por lo que es aún menos posible que la inversión pública sea el medio para la reactivación; de hecho, como ya se ha señalado hasta el cansancio, “canchitas” no sustituyen hospitales, grandes edificios no generan exportaciones y, para las personas de a pie, el vivir bien se inicia teniendo un empleo digno.
El errado concepto de inversión pública explica los modestos resultados macroeconómicos recientes: entre 1990 y 2019, en promedio, el PIB creció 4%; de 1990 a 1998, con 500 millones de dólares anuales de IP, el PIB creció 4,5% por año (3,5% si se incluye la crisis financiera de 1999-2002); entre 2006 y 2018, con 10 a 12 veces más inversión pública, el PIB creció al 4,6%, prácticamente igual al de los años 1990, pero con la grave tara social que, desde 2016, Bolivia logró el título de la economía con más informalidad (autoempleo precario) en el mundo.
Estas cifras muestran que no es el monto de la inversión pública el que influye en el crecimiento sino el destino y los efectos de los recursos sobre el crecimiento, acompasado de capacidad de consumo en los hogares y la capacidad del aparato productivo. En consecuencia, por sentido común, esperar que la inversión pública sea el medio para la reactivación en las condiciones actuales es sólo un espejismo.
Tercero, no es probable que los relativamente modestos cambios en inversión pública del PGE-2021 lleven a los logros que enumera el señor Chuquimia. Entre el PGN original y el ajustado, la inversión pública aumenta en 570 millones de dólares (16,5%, de 3.440 a 4.010 millones de dólares); el 80,3% (460 millones de dólares) va a caminos, hidrocarburos, minería y 10% (55 millones de dólares) para construcción y equipamiento de infraestructura de salud y para atender la crisis del COVID-19. En ese sentido, sería extraordinario que 17% de inversión adicional en la gestión modifique radicalmente la “calidad y la cantidad” de los resultados. Otorgar a este ajuste del presupuesto alta capacidad de modificar resultados puede ser políticamente útil, pero es técnica e intelectualmente deshonesto.
En suma, no es técnicamente sustentable insistir en reactivar la economía (a corto plazo) mediante inversión pública porque ésta no tiene las características que la economía requiere para su pronta reactivación: impulsar, simultáneamente, el acervo productivo, la demanda agregada, el empleo dignamente remunerado y el consumo de los hogares. La razón es obvia: una economía crece en la medida que aumentan las transacciones que generan el ingreso, que se traduce en capacidad de consumo.
En economías con visión de desarrollo, el mayor aporte al PIB (medido como gasto) es el consumo de los hogares, que varía entre el 60% y el 80% del PIB; en esas economías, el mayor componente del PIB (ingreso) es la remuneración a los trabajadores, que oscila entre el 45% y 65%, dando a los hogares capacidad de consumo; frente a estos aportes, la inversión pública rara vez supera el 15% del PIB (gasto), por lo que juega un rol menor en la economía cotidiana, aunque la “literatura económica convencional” insista en complicar las cosas. Como referencia, las remuneraciones al trabajo en Bolivia cayeron del 36,1% en 2000, a 30% en 2016; el consumo de los hogares, de casi 80% en los años 90, a menos de 70% en la actualidad (con creciente participación de los productos importados). Estas son las tendencias que se deben revertir para reactivar la economía.
Considerando las severas consecuencias sociales que puede llegar a tener la ralentización de la economía por la crisis del COVID-19, el gobierno tiene la responsabilidad técnica de superar los espejismos teóricos y, especialmente, abandonar el “discurso político” para ganarse la legitimidad social que le permita transmitir, al conjunto de la sociedad, la verdadera dimensión de la crisis y de los esfuerzos compartidos que deberemos hacer para superarla.
Enrique Velazco Reckling es investigador en desarrollo productivo de la Fundación INASET.