No se preocupe o alarme. Como padre de
familia jamás desearía el mal, físico o psicológico, a mi familia o a cualquier
persona. Pero esta clase de afirmaciones o “deseos” son más frecuentes de lo
que podríamos suponer. Y, obviamente, despiertan más de una indignación social.
Michael Sandel, uno de los filósofos más renombrados en estos tiempos y Premio
Princesa de Asturias de Ciencias Sociales publicó un libro: “Contra la perfección”
(Debate, 2018), en el que remueve los cimientos de nuestra forma y manera de
concebir hoy la vida y de cómo las subculturas o identidades personales, familiares
o de comunidades minoritarias se proponen “diseñar” biotipos de hijos e hijas
que se asemejen a sus progenitores o que sean, “superiores” a ellos en
intelecto, estatura y color de ojos, entre otras características distintivas.
En el libro, Sandel reflexiona sobre los enormes avances de la biotecnología y cómo estos logros están sobrepasando la ética y la moral, cuando las personas ya empiezan a solicitar “diseños” de humanos con ciertos rasgos y característicos o cuando algunos familiares buscan un cierto perfeccionismo o un igualamiento de discapacidad. El primero siempre es visto como algo positivo, pero el segundo como una conducta inmoral y fuera de toda posible lógica.
En un reportaje publicado por el medio estadounidense The Washington Post se desveló que una pareja de sordos y miembros de la comunidad Orgullo Sordo, decidieron concebir un hijo o hija que sea sorda, al igual que ellos para que su prole “perciba” y “disfrute” la comunidad de sordos.
Con la firme esperanza de lograrlo, buscaron a un donante de esperma –narra la historia del periódico–, con hasta cinco generaciones de sordos en su registro genético. Para sorpresa y rechazo de muchos, lo lograron: tuvieron un hijo sordo. La sociedad se volcó con furia hacia esta pareja al haber concebido de manera “provocada y deliberada” a un hijo con una discapacidad, sólo para que fuera como la pareja.
Pero por esos días también apareció otra historia de una pareja con problemas de infertilidad, que ofrecía hasta 50.000 dólares para una donante de óvulo, pero con ciertas características muy específicas: debía medir más de 1,77 cm, ser de complexión atlética, no tener ningún problema o historial médico negativo y tener un coeficiente intelectual por encima del promedio.
El dilema radica que los avances, acelerados de la genética, encierran en sí misma un oportunidad, pero también un serio problema moral. Por una parte, y eso es lo bueno, nos librará de enfermedades, pero, por otra, nos tentará con “diseñar” a pedido a nuestros hijos e hijas o familiares cercanos. Dónde está el límite de lo bueno y lo malo. Los padres sordos, están profundamente convencidos que no hicieron nada malo, porque ellos viven en un mundo en silencio desde que tienen consciencia al que llaman “maravilloso” y los otros padres quisieron un hijo o hija superior a ellos en todo aspecto para obtener “una ganancia” genética en comparación con el resto de la población.
La gran pregunta del filósofo es ¿hasta dónde estamos dispuestos como sociedad para tolerar decisiones familiares a tiempo de “concebir” a sus hijos tomando ventaja de la genética? ¿Acaso no escogemos a nuestra pareja por sus atributos genéticos o que nos parecen mejores que el resto? ¿O acaso deberíamos detestar las cirugías plásticas o gástricas, porque están manipulando o mejorando una apariencia frente al resto? ¿O curando una enfermedad de obesidad mórbida? ¿O de atletas que toman ventaja por mejoras en su sistema genético o capacidad muscular?
Lo único cierto es que la genética y la biomedicina caminan a pasos agigantados, mientras que las ideas morales, avanzan a pasos de pigmeo. Para bien o para mal.