Comparto plenamente la urgencia de debatir sobre la productividad en la agenda nacional. Pero discrepo amigablemente con él en dos aspectos: primero, las propuestas de la CAF y del BID no son las de mayor prioridad para el desarrollo productivo inclusivo y sostenible, social y ambientalmente, como parece creer Gonzalo. Segundo, sobre el desafío lanzado, la responsabilidad de haber “invisibilizado” la importancia y el rol de la productividad para el crecimiento inclusivo recae especialmente en la academia, en los académicos que ejercen funciones políticas y en los políticos. No corresponde atribuirla a todos los sectores de la sociedad.
Me explico. El estudio de la CAF –y el reciente Foro sobre el tema organizado por esa entidad y realizado en Bogotá hace pocos días– plantea cuatro ámbitos que explican la productividad: el poder de mercado y la competencia entre empresas; las relaciones interempresariales y estructuras de proveedores-insumos; las normativa y cualificaciones laborales; y el funcionamiento del sistema financiero.
A su vez, el BID considera ocho factores como determinantes del crecimiento del PIB per cápita: el mercado de capitales; la educación; la salud; la infraestructura; la innovación; la integración y el comercio; el mercado laboral; y las telecomunicaciones.
En principio, pocos cuestionarían que los temas planteados influyan en la productividad. Pero estos temas reiteran los que fueron propuestos por el Banco Mundial desde los años 1980-90 cuando se popularizaron las “contabilidades del crecimiento” con las que el banco fijaba las “estrategias país” de sus programas de apoyo. Eso se basaba en el supuesto de que el crecimiento se rige fielmente por una ecuación matemática (“la función de producción”) que relaciona el crecimiento de la economía con la inversión, el empleo y la “productividad total de los factores” (PTF).
La PTF se define como “el saldo del crecimiento que no puede explicarse con el dato de crecimiento de la inversión y el empleo”. Pero no toda inversión ni todo empleo aportan de igual manera al crecimiento; por ejemplo, “invertir” un millón de dólares en un vehículo blindado frente a invertir ese mismo monto para adquirir equipos de procesamiento de alimentos, impactan de forma diferente en el PIB, en el empleo y en el bienestar social. En este sentido es plenamente aplicable la sentencia referida a que “de nada sirve ser muy preciso en la medición si no se sabe lo que se está midiendo”.
Poner estos temas en discusión fue el objetivo del trabajo presentado en el Tercer Encuentro de Economistas de Bolivia (Cochabamba, octubre 2010) en el que planteo (¿muestro?) que en realidad no existe la PTF del formalismo de los modelos tradicionales de crecimiento. En general, propuse que la productividad depende más fuertemente de la distribución del ingreso, de la remuneración al trabajo y de la capacidad real de consumo.
Desde entonces, la literatura especializada publica trabajos de economistas “con nombre” que tienden a apoyar este atrevido planteamiento. El desafío, entonces, no es sólo debatir sobre productividad, sino hacerlo fuera del paradigma neoclásico para incluir en la estructura conceptual de la productividad la distribución del ingreso y, en general, la calidad social de las inversiones, aspectos relevantes para el crecimiento económico. Los modelos amparados en la teoría neoclásica han logrado ocultar de forma sistemática estos elementos.
No cuestionar los modelos ortodoxos a pesar de su escasa capacidad explicativa es una falta de la academia, que se origina en su ceguera teórica. Y los académicos incorporados a los procesos políticos siguen esos modelos al diseñar políticas públicas. Y, si la participación boliviana en el Foro de la CAF es una muestra, los políticos pueden presentar cualquier propuesta porque no tienen idea de lo que es productividad; por eso nos va como nos va… el desafío es para ellos.
@brjula.digital.bo