En 1953, en el hotel Plaza de
Nueva York, se reunieron los jefes de las principales compañías tabacaleras
para resolver qué hacer en relación con la reciente publicación de un artículo
científico devastador que ponía en conexión el alquitrán de los cigarrillos con
el cáncer desarrollado en ratones de laboratorio.
El líder de la cumbre era John Hill, una figura legendaria de las relaciones públicas, que sugirió que en vez de continuar luchando entre ellos sobre qué cigarrillos eran más saludables, necesitaban una aproximación unificada mediante la que “combatirían a la ciencia” patrocinando investigaciones adicionales.
Los ejecutivos estuvieron de acuerdo con financiar estas investigaciones bajo los auspicios del recién creado (por el propio Hill) Tobacco Industry Research Committee, cuya misión era convencer al público de que “no había una demostración” de que fumar cigarrillos causara cáncer y que el trabajo anterior que pretendía mostrar esta conexión estaba siendo cuestionado por “números científicos”.
Esta historia está en el libro de Naomi Oreskes y Erik Conway, “Mercaderes de la duda”, citado por Lee McIntyre, en su texto Posverdad, para demostrar que el negacionismo planificado es tan efectivo que puede generar dudas sobre un consenso científico como el de fumar causa cáncer. La negación de un hecho es el primer paso de la posverdad.
El segundo paso es convencer a los medios de comunicación de que la historia introducida en la agenda tiene dos versiones. El tercer paso es exigir a los medios a tratar a esas dos partes con la misma consideración. Algunos periodistas, impelidos por el principio ético del equilibrio, abren páginas, micrófonos y prenden cámaras para dar el mismo tiempo de entrevista al fabricante de falsedades y al defensor de la evidencia.
Ese falso equilibrio sirve de base al cuarto paso que se produce cuando los periodistas no advierten a sus públicos que una de las partes no presenta pruebas de lo que dice y mientras no respalde sus palabras con evidencias, el medio no puede difundir entre sus públicos desinformación porque la misión del periodismo es buscar la verdad.
Los fabricantes de la posverdad dan el quinto paso cuando logran que los hechos ya no sean el fundamento de la conformación de la opinión pública, sino las apelaciones a la emoción y a las creencias. Entonces, la verdad ha sido eclipsada y pasa a ser irrelevante, y la democracia, que necesita de la información para que los miembros de una sociedad debatan y participen en decisiones sobre asuntos públicos, pasa a desnutrirse con desinformación, falsedades, apariencias y mentiras.
Pongo como ejemplos dos posverdades: 1) la denuncia falaz de que hubo fraude en octubre pasado, desde la extrema derecha; y 2) la repetición mendaz de que hubo un inexistente golpe de Estado contra el gobierno de Morales, desde la extrema izquierda. En ambos casos, la falsedad fue reproducida con éxito en comunidades discursivas definidas y casi creída en otros espacios sociales. Si no causó un grave daño en la democracia fue gracias a ciudadanos, políticos, periodistas y medios que superaron sesgos cognoscitivos para apegarse a los hechos y no a percepciones personales.
Dadas las nuevas circunstancias, el trabajo de periodistas y medios de comuncación es fundamental para evitar la reproducción de la mentira. Para ese propósito, algunas sugerencias:
1) Superar disonancias congnoscitivas; es decir, no justificar la reproducción de la posverdad con algún justificativo irracional, como por ejemplo “mientras no se demuestre que es mentira, puede ser verdad (relatividad)”.
2) Romper la conformidad social o la espiral del silencio para no temer la crítica de los grupos sociales al que pertenece por sostener una visión contraria a la mayoría.
3) Evitar el sesgo de confirmación que se reproduce cuando sólo buscan opiniones, hechos e incluso mentiras para ratificar sus sospechas, creencias y opiniones, más no la verdad.
4) Escapar del efecto contraproducente que se sucede cuando las evidencias llegan del bando contrario a sus opiniones y en lugar de sospesarlas, dobla la apuesta en sus creencias políticas y desecha las pruebas sólo porque vienen de personas que piensan diferente.
5) No caer nunca en el sesgo cognoscitivo denominado: “demasiado estúpido para saber que es estúpido”, que generalmente se da en sujetos que sufren el “efecto de superconfianza” porque creen tener la última verdad sólo porque se creen superior a los demás o porque sus cualidades cognoscitivas son limitadas.
Finalmente, no sólo etiquetar una noticia con el rótulo de falsa, sino explicar y denunciar cuál el objetivo de esa mentira y qué efectos busca. De ese modo, los ciudadanos se darán cuenta de dónde viene la falsedad e incluso quiénes son sus fabricantes.
Andrés Gómez es periodista.