Por culpa del coronavirus tendremos horas para despilfarrar en otras “labores de casa”. Salvo, claro, que éste sea un típico momento bíblico, de esos que acaecen cada 3.000 años y seamos –justo– la generación a la que le toca (¡bingo!) vivir nuevas plagas, quién sabe incluso musicales, y dejar enseñanza escrita para de aquí a tres milenios.
En ese contexto apocalíptico no me extrañaría que, como en una producción de cine de Dino de Laurentis, las aguas del Titicaca se abran en dos hasta tocar el piso gracias a los cantos a capela de don David Choquehuanca, entonados desde Puerto Pérez. No me quejaría; hace años otra generación se hizo cargo de las coplas de Johnny Fernández, quien ensayaba su voz de mariachi para martirio del interés público, pero sin aguas que abrieran paso al pueblo escogido, caso para el cual siempre queda el whisky. De ahí que añore yo los boleros del malogrado Alan García, aunque no su baile del “perreo”.
Pensando todo eso es que en esta columna resolví poner en cuarentena a la política menuda para usar el tiempo de mis contados lectores en aspectos menos sombríos del destino humano; esos que se llaman, sin alarde, pasatiempos. Por ejemplo, leer o ver películas, o atender sin mucha gana este artículo por unos tres minutos.
Hasta hace días, invertir más de 180 segundos en el post de un amigo en Facebook lucía como otrora canjear la libertad por la Legión Extranjera. Hoy, en cambio, puesto que por el coronavirus pararemos más en casa, se nos reabren opciones de más largo aliento, nada gregarias o acaso francamente onanistas.
Como ejemplo de esas opciones está esa afición de todo boliviano de buscar rastros en el mundo que hablen de Bolivia. Eso que hacemos por el miedo subconsciente a que nuestra vida colectiva sea poco más que un film étnico para la humanidad. El temor a la falta de pruebas de que nuestra cultura, ebria de perpetuas peloteras internas, en verdad tiene un lugar en el globo.
Cumpliendo ese afán de todo buen boliviano a modo de distracción, en un libro me topé con que Vladimir Nabokov, el autor de Lolita, aduce que los colores de identidad de Don Quijote alcanzaron para “…que (…) haya acabado estando por lo menos igual de cómodo en todas partes; como figura de Carnaval en unas fiestas de Bolivia y como símbolo abstracto de aspiraciones políticas, pero sin fuerza, en la vieja Rusia”. Así descubrí con solaz que Nabokov corroboró para el mundo que hay Carnaval en Bolivia, aunque aquí nos cueste recordar a un Quijote danzando entre los tobas o siquiera de saltimbanqui, cual oso en la diablada.
Y ya que consumimos tiempo en Don Quijote, no es tarde para indagar si en nuestra patria sobran los quijotes de parodia, como era el Quijote original. O si, más bien, carecemos de quijotes como el héroe literario que, más que con el libro de Cervantes, tiene que ver con su idealización. O si, aludiendo a una reflexión de Roberto Laserna, precisamos en Bolivia no quijotismo, sino pancismo (por Sancho Panza), es decir “la tendencia o actitud de quienes acomodan su comportamiento a lo que creen más conveniente y menos arriesgado para su provecho y tranquilidad”. Siguiendo a Nabokov, si el Quijote y Sancho son un solo personaje en dos claves simétricas, tal vez nos vendría bien su mezcla, como un “choleadito” de cerveza con Coca-Cola.
Finalmente, si repasar a Nabokov suena estirado, de un infumable dejo elitista, les sugiero ver de nuevo Lawrence de Arabia, aunque sea en mil sentadas frente a la TV. Yo lo hice porque leí que Obama y su asesor, Ben Rhodes, solían aprenderse, de puro gusto, los macanudos diálogos políticos de esa película.
Al verla, no sabrán ustedes si ella retrata a los árabes o si, bajo ese disfraz, Hollywood (o la CIA) envió un mensaje cifrado a otras naciones. Les dejo una cita de esa peli, a propósito de ciertas reacciones en las calles contra los enfermos de coronavirus: “¡Sherif!, en tanto ustedes los árabes no sean más que un puñado de tribus pequeñas, ustedes serán sólo un pueblo mezquino, un pueblo tonto: codicioso, bárbaro y cruel”.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado.