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Cartuchos de Harina | 13/10/2018

(No) vivir en democracia

Gonzalo Mendieta Romero
Gonzalo Mendieta Romero
El 10 de octubre se festejaron a todo trapo ideas discordantes de la democracia. El MAS la suya, es decir un principado peronista y antiliberal de mayorías (mientras lo son, claro), basado en las simplonas arengas del Presidente; y la oposición la suya: liberal de prosapia y –con algunas excepciones– con un aroma histórico simplificador, como un antiguo manual de Derecho Político I.
Pensaba yo si esos eventos son para ser optimistas o escépticos. Al fin, ambos polos convocaron a multitudes, pero evitaron que chocaran. Y, por otro lado, son muestra de que no hay aquí –aún– quién le haga ascos en público a la democracia, igual que un político no deja de besar bebés en campaña, así se llame Herodes o Saturno (el que devora a sus hijos… como la revolución).

Sin embargo, no siempre fue así y nada garantiza que lo sea en el futuro. Mi generación, por ejemplo, nació entre dictaduras. Entonces era habitual que se aludiera a la onerosidad (“con lo que cuesta una elección se construirían varios puentes”) y al desorden democrático. García Meza sostenía ufano que los militares entregaron el poder “en charola de plata” a los civiles, para que luego dejaran “el caos y la anarquía”. Y en un documental todavía se ve a un polizonte de una dictadura argentina decir que el problema de la juventud es “mucha lectura”.

Para ir más atrás, en los años 30 la democracia perdió el sentido que se vinculaba a los partidos que recibían también el mote de “tradicionales”. Ignacio Prudencio B., el escritor chuquisaqueño, da cuenta de que, a fines de los años 20 e inicios de los 30, la memoria del dictador Linares recuperó prestigio, por la regeneración que un hombre fuerte podría imponer a un país desnortado. Germán Busch se declaró dictador en un clima intelectual en el que ya no sonaba ingrata la mano dura.

Ahora la izquierda echa el grito al cielo –incluso la agnóstica– con razón por las sandeces de Bolsonaro en Brasil. Pero, aunque en la izquierda no hay nada comparable, no se necesita un confesor para saber que también alberga infieles de la democracia, aunque sean políticamente correctos. El hábito de cierta izquierda de imaginar que sus causas son moralmente superiores la lleva a preferir sus sensibles fines, pero abanicándose en procedimientos latosos como respetar la palabra o, peor, la voluntad ajena.

Bolsonaro lleva pues a preguntarse si vivimos un ajuste de la democracia o asistimos a su quiebre, ya sin ideales delicados de pluralismo y tolerancia. En Bolivia es difícil especular cuál sería el modelo alterno que permita gobernar sin sangre un país heterogéneo, de intereses fragmentados y personalidades de grupo tan dispares. La rotación de gobiernos es aquí también un modo de que a cada cual le toque su cuota de honores, esa usual motivación de nuestras disputas públicas. El monopolio de la política que sueña el MAS es ponerle más presión a la olla.

Esas razones de sentido común no son obviamente suficientes para persuadir a nadie. A favor de quienes se estornudan en las formas democráticas está su frágil historia. El mundo democrático o “republicano” de la antigüedad sucumbió, primero entre los atenienses, a manos de la verticalista Esparta; y entre los romanos, a manos del sobrino de Julio César, devenido en emperador Augusto. Por la propaganda de Shakespeare, la dictadura “popular” de Julio César goza de mejor prensa que la causa “republicana” de sus asesinos. Salvo algún think-tank de derecha en Estados Unidos, que homenajea a Catón, la salvaje muerte de César por los senadores complotados tiene más dolientes que la de sus enemigos.

El 10 de octubre marcharon hasta los hipócritas, a los que la democracia les resbala. Es que ésta precisa virtudes distintas de esas que se cultivan aquí, afines al despotismo. Por ejemplo, la sumisión con la que se adora al líder, como ahora al Presidente. Una docilidad de cortesanos que no se animan a contradecirlo, aunque sus movidas para retener el poder activen de a poco a los Bolsonaros del frente. Ojalá esas tradiciones se alteraran yendo a marchar.

Gonzalo Mendieta Romero es abogado.



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