En su primera
reunión del “gabinete ampliado”, el presidente Luis Arce ha pedido a quienes lo
acompañan en la gestión de su gobierno, “continuar con el desmontaje
neoliberal” porque estaría trabando su gestión. Desde 2005, el uso más
frecuente de “neoliberal” es de adjetivo descalificador de toda persona con opinión
crítica a las políticas oficiales, lo que lleva a falsos debates que ocultan
los temas de fondo. La condición necesaria para salir de la compleja crisis sanitaria
y económica actual, es elevar la calidad de los debates, para lo que precisar
conceptos tiene que ser parte de una reflexión compartida.
El neoliberalismo se asocia conceptualmente al llamado Consenso de Washington (CW), que es un listado de 10 lineamientos de políticas en lo comercial, fiscal, monetario, financiero y productivo. Sin embargo, en el proceso boliviano, el CW no podría definir neoliberalismo, a menos que aceptemos que el Estado Plurinacional es 90% neoliberal: excepto “privatizar las empresas públicas”, todo el decálogo del CW se incorporó en la CPE de 2009.
Tampoco son útiles ni orientadoras las manifestaciones del “anti-neoliberalismo” que estaría expresado en el control de la propiedad de los recursos naturales: primero, para los grandes capitalistas, el negocio no es tener recursos naturales sino controlar los mercados y, segundo, hay muchas economías auto-declaradas liberales que controlan sus recursos, y abundan los ejemplos de economías capitalistas con poderosas empresas públicas y con Estados fuertes que intervienen en mercados como productor o promotor (especialmente de los financieros).
Incluso, subvenciones y programas asistenciales con transferencias (“bonos”), fueron parte de las economías centrales desde la Gran Depresión y en el estado de bienestar de posguerra; desde los años 80, muchos de estos programas han sido impulsados por el Banco Mundial como parte de “estructuras de goteo” diseñadas para dar aire y estabilidad social a gobiernos que aplicaron los ajustes estructurales del modelo neoliberal.
En resumen, estas políticas −comúnmente asociadas al neoliberalismo− ni lo definen ni lo caracterizan. Pueden incluso ser instrumentos útiles de política en contextos específicos, al margen de la orientación ideológica del estado: por ejemplo, el gasto fiscal descontrolado o el aislamiento comercial, no son recomendables ni a socialistas ni a capitalistas.
Pero, centrar el (falso) debate en estos temas, oculta los dos verdaderos principios doctrinales del neoliberalismo: a) la distribución del ingreso con superioridad del capital sobre el trabajo; y b) que la oferta en el mercado determina los niveles de empleo y de los salarios.
En términos simples, el primer principio significa que, en la visión neoliberal, los aportes del trabajo y del capital a la creación del ingreso, se deben remunerar según su valor relativo en el mercado. Con este principio, el crecimiento neoliberal privilegia la inversión (capital) como la fuente de creación de valor: fomenta el extractivismo rentista en las economías menores, y la financiarización en las avanzadas; en general, recurre a “relatos” para ocultar la inequidad del modelo bajo argumentos “sociales”: por ejemplo, privilegian políticas de control de la inflación sobre las de pleno empleo, porque la “inflación es el peor impuesto a los pobres” cuando, lo que realmente se busca, es preservar el valor de los activos financieros.
Por el segundo principio, la dinámica económica está determinada por la oferta (generada con la inversión); el mercado asegura la demanda “ajustando” los precios relativos, incluidos los salarios; es decir, a mayor oferta bajan los precios, de manera que, para permanecer en el mercado, es legítimo que las empresas reduzcan empleo y/o salarios; “demuestra” que existe una tasa natural de desempleo, con lo que justifica políticamente el desempleo y debilita la posición negociadora de sindicatos; apoya el uso de tecnologías intensivas en capital, y tasas de interés reales más altas, en favor del sector financiero y de los dueños del capital.
Como efecto, desde los años 80, hay una sistemática y generalizada caída de la participación de la remuneración al trabajo en la distribución del ingreso, una creciente concentración de la riqueza, alta financiarización, y una fuerte precarización del empleo. En Bolivia, desde 2008 se reprimarizó la economía, acentuando el extractivismo y la financiarización; controlar la inflación es la mayor prioridad macroeconómica; el auto-empleo y la precarización del empleo aumentan (desde 2016, somos la economía más informal del mundo), a la vez que el gobierno declaraba en 2018 que sus mayores logros se habían alcanzado en el ámbito financiero, en el que las utilidades de los bancos crecieron en 802% desde 2008.
Frente a esos logros, la “tajada” de los asalariados en la distribución del PIB, cae del 36% en 2000, al 25% en 2013, para luego situarse en un 30%. Como consecuencia, entre 2008 y 2018 los asalariados dejaron de percibir 210 mil millones de Bs respecto a lo que hubieran recibido con la distribución del 2000; en el mismo período, el gobierno transfirió 35 mil millones de Bs en bonos: seis veces menos que “la remuneración confiscada”.
El objetivo de una economía efectivamente “anti-pos” neoliberal, sería el pleno empleo, con el crecimiento originado en la creación de valor por el trabajo, el esfuerzo y la creatividad del ser humano; y con las personas –no el gobierno o el capital, como las destinatarias directas y finales de los beneficios del crecimiento. Esto implica considerar al empleo digno como base del crecimiento y de la superación de la pobreza; al capital como un medio y no como el fin; y abandonar las políticas asistenciales que sirven sólo para ganar capital político.
En síntesis, más allá del discurso, doctrinalmente el actual modelo está peligrosamente cerca de calificar más como neoliberal, que como “anti”; para ser consecuentes con el discurso, hay mucho que corregir, porque la evidencia muestra gran distancia entre lo dicho y lo hecho.
Enrique Velazco Reckling, director de Inaset, es investigador en desarrollo productivo.