Debo confesar que me ha sorprendido la calidad del discurso de Milei el día de su posesión como presidente de la Argentina. Fue un discurso sin estridencias, sin mentar la madre a nadie, como lo hacía durante su campaña antes de la primera vuelta y en las entrevistas televisivas. Fue sin estridencias pero fue muy franco en describir la situación y las dificultades que enfrentaría. Había un tono churchiliano o de Paz Estenssoro, al anunciar lo que se venía.
Si bien usó hipérboles para algunas de sus cifras, como lo hace notar J. Patiño, no es de extrañar. Todos los presidentes critican a sus predecesores exagerando lo negativo. Me acuerdo que durante nuestra estabilización de 1985, los gobernantes hablaban de una inflación de 20.000 por ciento siendo que ella era de 8.000 por ciento, por cierto muy alta.
Milei hizo bien en aludir al pasado glorioso de la Argentina. ¿Qué le pasó a este país después de que se lo creía que iba a ser un faro para todos los países del mundo? Hacía 1930 su PIB per cápita era similar al de Canadá y Australia. La pampa húmeda argentina es una de las tierras más fértiles del planeta. La Argentina llegó a la alfabetización universal antes que Francia. Las universidades argentinas, aun ahora, están entre las mejores de la región y los únicos premios Nobel en ciencias de América Latina son argentinos. Buenos Aires es la capital cultural de Sud América, con excelente teatro, notable cine y soberbias librerías. No hablo del futbol porque no soy aficionado.
Parafraseando a Vargas Llosa uno puede hacerse la pregunta de cuándo se jodió la Argentina. La respuesta para muchos es con el populismo peronista. El peronismo no apareció empero en un vacío. Lo incubó una oligarquía tuerta, con su ojo que solo miraba a Europa. Eran europeos en exilio, como decía Borges, que ninguneaban a las cabecitas negras y a los descamisados. El peronismo fue contagioso y se extendió a casi toda América del Sur.
El programa para sanear la economía que ha hecho conocer el ministro Caputo está en la buena dirección, pero es insuficiente. La unificación cambiaria, tan necesaria, no se la logrará simplemente devaluando el tipo de cambio oficial. Por nuestra experiencia, parecería necesario dejar flotar el tipo de cambio por un tiempo, acompañando la flotación con una política monetaria muy restrictiva. Otro ejemplo a seguir sería el del plan real brasileño. Sea dicho de paso, para conseguir buenos resultados monetarios y cambiarios es necesario reforzar la capacidad analítica y de predicción del Banco Central de la República Argentina (BCRA) y no dinamitarlo, como era una de las promesas de campaña de Milei. El BCRA tiene muy buenos técnicos, que tienen que ser apoyados decididamente.
También está el complejo problema de la deuda externa. Se la tendrá que renegociar inteligentemente, no solamente para salir a flote, sino y más importante, para retomar el crecimiento. El ministro Lavagna dio un buen paso el 2002, aunque no llegó a convencer a los acreedores buitres.
Las medidas fiscales son necesarias pero duras y hay que proteger a las familias más vulnerables, que la podrían pasar muy mal. Se necesita una red de seguridad, como la que tuvimos con el Fondo Social de Emergencia, luego de promulgado el DS 21060.
Restaurar la confianza, para que retornen las platas que tienen los argentinos afuera es un gran desafío cultural y no solo económico. Los argentinos tienen que confiar de nuevo en sus autoridades y en su moneda. La dolarización no es solución, pero se debe permitir la total libertad cambiaria, con el público escogiendo la moneda con la que se sienta más cómodo, como se lo hizo en el país en 1985.
En los últimos 50 años, la Argentina ha experimentado con varios programas antiinflacionarios ortodoxos, pero que tuvieron la vida corta. Se puede mencionar el Rodrigazo (1975), el programa del entonces ministro Martínez de Hoz, de la época de los gobiernos militares (1976-1981) y el de la convertibilidad en tiempos del presidente Menem. Las autoridades argentinas tendrán que sacar lecciones de los fracasos de esas experiencias y no tropezar en la misma piedra. Todos les deseamos éxito.