La democracia había cumplido apenas 21 años, con poco más de 18 años de estabilidad económica, pero con limitaciones para atender y encarar de manera efectiva la lucha contra la pobreza y otras múltiples tareas pendientes.
A diferencia de lo ocurrido durante la última década, cuando el promedio de crecimiento del PIB bordeó el 5%, los últimos quince años del siglo XX y los primeros del XXI fueron de zozobra y crisis económica, lo que definitivamente condicionó los avances en materia social y erosionó la confianza en los gobiernos que, hasta ese momento, habían abogado por el mercado, de espaldas acaso a una realidad que demandaba otra lectura.
Con el sistema de partidos en repliegue, aunque atrincherado en un Congreso que albergaba temporalmente su agonía, la presión de los sectores sociales, convencidos de que había llegado su hora para gestionar la agenda desde las calles y el temor de algunos grupos conservadores empresariales del oriente, que veían amenazados sus intereses, las condiciones determinaron que Carlos Mesa optara por la única salida política razonable en ese momento.
El suyo fue un gobierno de transición, que al menos supo gestionar la realización del Referéndum sobre el gas y encaminar la organización de la Asamblea Constituyente, dos hechos que de una u otra manera contribuyeron a canalizar –no resolver– a través de vías pacíficas la demanda de cambio y necesidad de respuesta de una sociedad crispada.
Paradójicamente, cuando dejó el gobierno, Carlos Mesa tenía un fuerte respaldo en el occidente del país, pero, sometido como estaba a un triángulo de presión sin salida, aquél no era su momento.
Poco más de 13 años después de su renuncia, el exmandatario que había dejado prácticamente cerrado el capítulo de su paso por la política activa, decidió asumir el desafío de encabezar un proyecto ciudadano para frenar los cuestionados afanes reeleccionistas de Evo Morales.
La historia no suele dar segundas oportunidades, pero en el caso de Mesa esa posibilidad parece abierta, aunque no necesariamente está ligada a su anterior gestión de gobierno –de la cual la nueva generación de electores tiene pocas referencias–, sino con su elogiado tránsito por las arenas marítimas en el esperanzado proceso en La Haya cuyo desenlace desgraciadamente dejó un país sumido en la frustración.
A diferencia de Morales, que vio en el fallo de la Haya la posibilidad de remontar el inevitable desmoronamiento de su proyecto político, los expresidentes Carlos Mesa y Tuto Quiroga acudieron con el único propósito de fortalecer la unidad del país en torno a una política de Estado; tal vez esa sea la razón por la que, en el balance del juicio, el más ambicioso sea el que más padezca las consecuencias políticas de la derrota.
El camino es arduo para el exmandatario. Como ha podido advertirse en la primera semana posterior al anuncio de su candidatura, la unidad de las oposiciones en torno a su postulación no será fácil y demandará de una gestión política eficaz, que considere la importancia de articular un proyecto sin sectarismos, donde el carácter ciudadano sea el antídoto que prevenga el personalismo que ha marcado la gestión a la que se pretende derrotar en las urnas.
Mesa tiene esta vez de su lado a la historia. Es la segunda oportunidad. La última.
Hernán Terrazas es periodista.