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10/11/2020
La madriguera del tlacuache

Mentiras piadosas

Daniela Murialdo
Daniela Murialdo

Quien cuida los modales, pero rechaza la mentira, se asemeja a alguien que, si bien se viste a la moda, no lleva camisa

Walter Benjamin

Suena el teléfono fijo (de esos en plena extinción). Son las seis y cuarto de la mañana. Mi esposo contesta y dice, con voz carrasposa: “no, no, ya estaba despierto”. Y no, aunque él suele despertar temprano, no estaba despierto. Y es a esta hora que comienzo a hacer filosofía barata y a cuestionarme por qué en tantas ocasiones nos vemos obligados a mentir. ¿Por qué afirmamos o negamos algo cuando la realidad es otra? ¿Lo hacemos para proteger nuestra imagen frente a los demás? ¿Para no causar heridas afectivas en ellos?

La mentira es consustancial a la humanidad. Y según sociólogos y psicólogos, cuando esa mentira no genera efectos negativos funciona bien y es parte de la interrelación cotidiana entre las personas. Sobre todo en las civilizaciones de cuna latina, esas que llegan del Mediterráneo. Aquellas en las que los parroquianos necesitan de su comunidad y de que esta los reconozca. De ahí que en estas culturas la mentira, cuando es piadosa, sea exigida por la cortesía y el manual de la buena educación.

Aunque quizás no sea la cortesía sino la susceptibilidad y el deseo de pertenencia al grupo lo que nos mueve a no expresar lo que en verdad pensamos o a decir algo en lo que no creemos (del todo). No miente aquel que no dice la verdad sino el que dice aquello que no cree que sea verdad. “¡Te llamo, fija!” (está sobreentendido y no sancionado que esa llamada no llegará en mucho tiempo. Si es que llega).

Una adivinanza pregunta: ¿cuál es la diferencia entre un austriaco y un latino? Y la respuesta es que el austriaco te cree cuando le dices “gusto en conocerte”…

Kant, que no sé si visitó España, y menos Latinoamérica, alegaba, contra las normas de relacionamiento elemental, que si la mentira fuera una regla universal todas las personas sabrían que todos mienten, entonces la mentira ya no tendría el efecto esperado. Este filósofo no pudo presagiar que una sociedad como la nuestra se apoyaría, en cambio, en mentiras piadosas, y que todos las reconoceríamos y aceptaríamos con el objeto de sobrevivir en ella. Tal vez si les transmitiéramos esta tecnología a los sajones su individualismo y forzada soledad cederían un poco.

La mentira –aun la piadosa– goza de mala reputación. Pues intenta velar una situación o un estado de ánimo. Cuántos de nosotros nos hemos permitido responder “mal, ando un poco bajoneado y por momentos con un humor de perros” ante la protocolar pero desinteresada pregunta que nos hace alguien en la calle de cómo estamos.

Pero creo, como lo hacen los sociólogos Mendiola y Goikoetxea, que el valor negativo, que en lo ético tiene la mentira, no debe ofuscarnos y distraernos de su importancia sociológica. “La mentira –y sus correlatos el silencio omisivo, la ocultación– se impone como requisito de la (co)existencia misma”, dicen estos vascos, a lo mejor inconscientemente prestos a justificar la cultura de que la mentira hace la vida menos honesta, pero más vivible.

Y no me meto, por ahora, en el terreno del amor (que nunca ha sido ajeno a la mentira y en el que uno puede evitar un derrumbe ocultando, por ejemplo, que se encontró con una expareja en un paso peatonal y que al saludo intercambiado se lo llevó el viento); o de la política (en la que Platón concedía la mentira “noble” a los gobernantes con el fin de preservar la armonía social), pues no quiero provocar a amantes infieles ni a excandidatos (ganadores o perdidosos). Tampoco quiero hacer un ranking de las profesiones más mentirosas, pues publicistas y abogados ya gozamos de suficientes insignias. Mis divagaciones matinales solo alcanzan a las relaciones sociales y la necesidad de la mentira como material de obra fina.

Pasa además que así como no podemos entregar toda la verdad, tampoco estamos preparados para recibirla. Y preferimos los eufemismos al puñal de la franqueza.

Hace unas cuantas esperas de Año Nuevo en casa ofrecí a nuestros invitados una segunda ronda de cola de mono chileno (bebida emblemática de las fiestas navideñas de ese país ahora revolucionado) preparado por mí. Todos aceptaron menos una de las asistentes (la única en llegar a la hora en punto de la invitación, mientras yo seguía con la mascarilla de yogurt y las rodajas de pepino en los ojos; y cuando aún quedaba hora y media para que arribara el resto de los convocados). Una alemana que respondió que no gracias y que no le había gustado ese brebaje. Luego de que mi autoestima pudo levantarse de la alfombra, me pasé la noche investigando a cuántos de los bebedores de ese licor de café con agua ardiente les había disgustado sin haberse atrevido a reconocerlo para no herirme. La fiesta, claro, cambió su rumbo. Por lo menos para mí. Aunque igual bailé y tomé harta cola de mono.

Aún recuerdo el enojo de una amiga cuando uno de sus improvisados convidados a tomar una sopa a las siete de la noche se excusó confesándole que estaba en pijama viendo una ópera en la televisión y que le daba flojera. Es que no estamos capacitados para recibir verdades que no vengan adornadas o bien dosificadas. Qué distinto habría sido, en el caso de mi amiga, que él, un arquitecto cosmopolita, mintiera argumentando un dolor de cabeza y lamentando muchísimo no poder asistir.

Una de las definiciones de la mentira piadosa es que es una afirmación falsa proferida con intención benevolente, que suele ser utilizada para evitar fricciones innecesarias o actitudes que pueden ser desagradables para alguien. De modo que, siempre que la mentira no suponga hipocresía, un engaño mayor, manipulación o deliberado plagio y se use con benevolencia para entretejer relaciones que permitan una cohesión social, aquella habrá cumplido su función.

Yo, por lo pronto, me seguiré riendo de los malos chistes de la secretaria de mi doctor; aceptaré sonriente un plato de desabridos riñones de algún anfitrión y continuaré respondiendo con un “bien gracias”, aunque no lo esté. Eso sí, no me llamen a las seis y cuarto de la mañana porque les contestaré que sí estaba durmiendo. Si les contesto. Si no, pueden hablar con mi esposo.

Daniela Murialdo es abogada.



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