La
Organización Mundial de la Salud recomienda que las mujeres (no hablaré de las
fantasiosas gestaciones masculinas) esperen un par de años entre dar a luz y
volver a embarazarse, pues “es el tiempo necesario que debe transcurrir para
que el cuerpo de la madre esté preparado para volver a concebir un bebé”.
Yo esperé un poco más. Algo así como veinte años. Y debo de ser de las pocas mamás que tiene dos hijos con esa distancia, pero ninguno nacido en los veinte o los treinta. Del mayor soy hermana, del menor, abuela.
Si la OMS necesitara de un testimonio que reafirme cualquiera de sus estudios comparativos de embarazos juveniles versus embarazos adultos, y de las respectivas maternidades, pues aquí estoy. Estoy para ratificar ese desliz de la naturaleza, que no sospechó que a los muy fértiles diecinueve ninguna mujer tiene la madurez para afrontar con plena responsabilidad la crianza; y que a los cuarenta, la estabilidad -económica o emocional- le es completamente inútil a la concepción (de hecho, no hay buena salud que contrarreste la declinación natural de la fertilidad relacionada con la edad). Es como una relación inversamente proporcional, en la que la biología la tarreó: a menos sensatez, más cantidad y calidad de óvulos; y viceversa. No cuadra.
Fue la insensatez casi adolescente la que me hizo transcurrir sin estrés la inaugural maternidad, “no le va a pasar nada”, era el eslogan (“y no padecerá inanición pese a la languidez del presupuesto casero”). Ahora, en cambio, la voz con el más chiquito es “cualquier cosa le puede pasar”. En el primer embarazo -siempre bajo mis propias premisas- “la malta era buena para el desarrollo del embrión”, de modo que la autoprescripción médica comprendía una cerveza de vez en cuando. En la segunda preñez, el pedazo de queso que me llevaría a la boca debía aprobar previamente el control de calidad de INLASA. En la gestación previa el tiempo y el futuro lejano jugaban a mi favor y me otorgaban invulnerabilidad. Dos décadas después, el tic tac del reloj no daba chance para próximas oportunidades.
Luego, los niños educados por madres cuarentonas (y padres, solamente que este texto es sobre nosotras) suelen ser menos autónomos y más sobreprotegidos. Las mamás maduras ya hemos vencido gran parte de las batallas –a varias de las cuales nos acompañaron los hijos mayores- y no tenemos ya más que demostrar. Podemos entregarles un poco más. Dejamos de ser Juana de Arco para convertirnos en la “Novicia Rebelde” (aquella institutriz que en la película homónima cuida a los siete retoños del capitán Von Trapp y lleva amor y música a su hogar…).
Y como las casualidades no existen, la misma mañana en la que el más pequeño entraba al kínder, el más grande estrenaba su vida laboral. Ninguno de los dos lloró esa jornada. Y hace pocos días, revisando la lista de profesores del nuevo escolar -que inicia primaria- encontré el nombre de un amigo y compañero de colegio del primogénito.
Recuerdo cuando tocó llevarlos a vacunar (el bebé recibiría la pentavalente de los tres meses de nacido y el universitario, la vacuna contra la meningitis bacteriana). Para evitar los efectos secundarios, el doctor recetó 20 gotas de paracetamol a uno, y la ingesta máxima de un vodka o un ron (esa noche) al otro... Y tengo muy presentes las largas noches en las que, mientras amamantaba, el veinteañero me contaba –por teléfono- de su última práctica en algún centro cultural bonaerense.
La línea del tiempo que une ambos nacimientos es tan larga, que en términos políticos supone el intervalo entre dos eras: el mayor nació en el primer gobierno de Goni, el menor, en el tercer mandato (indefinido) de Evo. Uno es millennial, de esos cortoplacistas con alta confianza en sí mismos, aunque bajo umbral de la frustración. El otro es alfa, con más conciencia de su entorno; pero que, llegado en una época puramente digital -en la que los libros deben contar con el código QR que permita un encuentro con los personajes en 3D-, me obliga a adaptarme a un lenguaje casi ajeno.
La maternidad tan espaciada trae muchas bondades. Aunque se pierden vivencias comunes, estos hermanos tienen su manera especial de provocarse celos, pero sobre todo de quererse. Y cuando me preguntan a cuál hijo quiero más, puedo contestar con la franqueza que otras madres se ven forzadas a eludir; pues tengo dos hijos únicos.
Daniela Murialdo es abogada y escritora