Brújula Digital|17|06|21|
En otros tiempos la lucha libre estuvo de moda en Bolivia, sobre todo en La Paz, donde inclusive había un espacio municipal junto al Mercado Camacho, al que llegaban los luchadores más famosos de México, como Blue Demon, el Santo y otros que marcaron una época. De ese período e incluso después, son famosos los desafíos del máscara contra cabellera. Si el perdedor era el enmascarado, pues debía revelar su identidad delante de todo el público, si el derrotado era el otro, debía raparse también delante de todo mundo.
El tema viene a cuento a propósito de un incidente que se produjo en la Asamblea Legislativa Plurinacional hace algunos días y que resume la mediocridad del debate político en el país. No es solo el hecho de que el asunto de la gresca parlamentaria que tuvo como protagonistas a un senador cruceño y a un diputado potosino – los nombres no importan – haya llenado las páginas de los diarios, consumido minutos en los noticieros centrales de los canales e inundado – el término no es excesivo – las redes sociales, sino que a partir de los comentarios y enfoques “políticos” que suscitó puede advertirse dónde andamos en la discusión de los “principales” puntos de la agenda nacional.
El racismo, por ejemplo. Nadie duda que el país avanzó mucho en la lucha contra la discriminación y que todavía hace falta profundizar más las políticas hasta lograr, ojalá que pronto, desterrar esta ideología y las actitudes que desgraciadamente la reflejan en nuestras sociedades. Pero es muy importante no permitir que el debate político conduzca siempre a una disputa entre supuestas víctimas del racismo y quienes aparentemente lo practican.
Resulta muy conveniente, para no ir lejos, que un asambleísta indígena,
enfundado en un traje típico se líe a golpes y encima pierda con otro que viste
de traje, o que una parlamentaria de pollera y trenzas se agarre de las mechas
con una representante de vestido y cabello
claro.
No importa quien haya sido el provocador, porque resulta que una pelea como cualquier otra, donde uno se defiende de los ataques del otro y lo hace con destrezas de púgil, terminará siendo el culpable simple y llanamente porque el perdedor es indígena. E incluso, como ocurrió en este caso, habrá quienes añadan algunos “adornos” al vencido como los de decir que se trataba de una persona de la tercera edad, cuando en realidad era un jovenzuelo que no llegaba a los 40 años.
Es curioso, pero el poder del indígena en Bolivia, su fortaleza política, aparentemente radica en su debilidad. O más bien, hay partidos que utilizan ese argumento para construir un discurso que profundiza la división entre los habitantes de la Bolivia profunda y ancestral, y aquellos que llegaron después, los conquistadores, los colonizadores, los “malos” en fin, que hoy todavía están representados nada más y nada menos que por los “blancos” o “mestizos”, que se agrupan en organizaciones “de derecha”, defienden los intereses de un supuesto “imperio” y que, de paso, le dan un certero puñete al pobre representante de los “oprimidos” que se ofreció servilmente para auxiliar a un ministro de traje y corbata. Ridículo y grotesco, pero absolutamente cierto.
Hay ideologías o esquemas de poder que sobreviven sobre un montaje de mitos, narrativas estructuradas de manera que una “versión” se convierta en “la historia”, que un incidente vergonzoso, pero absolutamente común como una pelea entre dos seres humanos se transforme en una referencia que sostenga una y otra vez ese “enfoque” funcional al interés de quien todos los días tiene la responsabilidad de inventar la realidad para que su discurso prevalezca sobre el de los otros.
Si se mantiene el debate en el ámbito de los mitos es más fácil gobernar, porque se deja la realidad de lado. Total, que todos hablen de “golpe” no solo sirve para distraer, sino para que la invención del pasado sea útil al propósito de explicar el presente de una manera distinta y así ir tejiendo una “historia” ajustada al interés del poder. Una expresidenta detenida no es una víctima de la persecución, sino un símbolo de justicia y la persecución una “causa” justa.
Bajo ese enfoque la discrepancia no es una práctica democrática, sino el intento peligroso de proponer una realidad diferente que ponga en tela de juicio la verdad construida desde el poder. No importa que las evidencias se multipliquen para desmontar el mito, porque en realidad no se busca esclarecer nada, sino simplemente asegurar, por todos los medios y en especial por los propios, la persistencia del espejismo.
Si la Iglesia establece con claridad inobjetable la cronología de los hechos de octubre noviembre de 2019 y demuestra que en ningún momento hubo el más mínimo intento de quebrar el orden constitucional, sino que por el contrario se buscaba la fórmula, constitucionalmente sólida, para llenar el vacío dejado por la renuncia y huida de un exmandatario, no se entiende como un aporte para explicar lo ocurrido, sino como la confirmación de que el clero también fue cómplice y que debe ser investigado.
La pelea en la Asamblea es parte de la misma trama. Mientras desde la testera una autoridad provoca a los parlamentarios de la oposición y procura deliberadamente llevar los ánimos al callejón sin salida de la ira, los otros personajes de la trama, los bufones, saltan al escenario para completar la farsa y crear el cuento de salida para el debate sobre un hecho ficticio, el golpe, que solo se sostiene en la gesticulación exagerada, casi teatral, del ministro interpelado.
El gran peligro de vivir en la ilusión, de confundir país con escenario y realidad con fantasía es que tarde o temprano, los hechos se filtran, el dato emerge lapidario de las estadísticas y no hay hechicero capaz de mantener el embrujo por más tiempo, sino es a riesgo de sucumbir a su propio hechizo y de observar cómo, hasta la más eficaz de las narrativas, se topa con el abismo del punto aparte.
Indefectiblemente el tiempo de la pelea llegará a su fin y al enmascarado no le quedará más que dejar ver su verdadero rostro, y toda la mitología que se creo en torno a su identidad no servirá de nada. Sucede con todo, incluso con los golpes de ficción.
*Periodista