Ana María Romero narraba
en una columna de los años 90: “conocí a Marcelo Quiroga en los 60 en casa de
mi padre, Gonzalo Romero. Solían reunirse junto a José Ortiz Mercado para
charlar y luego partir hacia el Congreso (…). Esos nóveles diputados decían que
mi viejo les transmitió sus secretos sobre la práctica parlamentaria sin
egoísmo. Él los consideraba sus mejores discípulos. Ellos, su maestro. Aunque
la política los llevó por rumbos distintos, no afectó esa amistad que se mantuvo
inalterable y que, con el tiempo, terminé compartiendo”.
Fue Gonzalo Romero, entonces subjefe de Falange Socialista Boliviana (FSB), quien negoció con Marcelo Quiroga que candidateara a diputado de la Comunidad Demócrata Cristiana, que lideraron Bernardino Bilbao y Romero en las elecciones de 1966.
Gonzalo Romero fue de los que ansiaban para FSB la vía de la Falange chilena. Ésta, de una escisión del Partido Conservador, se reconvirtió en el exitoso PDC de Frei y Aylwin. Claro que el MNR poseía aún manija como para evitar que los falangistas se sacaran el sambenito de su nombre. La sigla de la DC, decía Romero, fue adjudicada a rivales menores del MNR, mejor vinculados a la democracia cristiana internacional.
De esos tejemanejes nació el Marcelo Quiroga diputado y la leyenda falsa de su falangismo. Él no se adscribió a FSB, aunque en ese tiempo fue afín a la corriente ganada por las ideas de Jacques Maritain, contra la que Zavaleta echaba periquitos y culebras.
En mi casa queda el cenicero de Murano que Marcelo les regaló a mis padres como testigo de su fugaz matrimonio en 1968. Y fue Ana María Romero quien reportó por teléfono, el mismo 17 de julio de 1980: “parece que el amigo ha muerto”. Como periodista y amiga, conocía ya los rumores que le llegaron a Cristina, la viuda.
Por esos nexos, presencié, de niño, una escena inédita. Jugábamos con un compañero del Amerinst, Roberto Catacora, mientras mi abuelo Gonzalo charlaba con Marcelo en la sala. Roberto, cuya mamá era del PS-1, no resistió pedirle un autógrafo. Marcelo, risueño, replicó que era la primera vez que concedía uno. Es imperdonable que Roberto no encuentre ya el dichoso autógrafo.
Como yo era nieto de otro abuelo, de vena “movi”, los Romero eludían comentar ante mí lo importante, para evitar que lo divulgara. Allí se engendró mi prurito de no pasar por alto ni un inane indicio de información. En uno de esos aprontes, vi a Gonzalo Romero llevar sigiloso a su hija Ana María a un cuarto en la casa de la calle Hermanos Manchego de La Paz. Cerraron la puerta, sin percatarse de que el espía asomaba. Gonzalo, un conservador, susurraba a su hija que no le dijera a nadie, pero que había votado por Marcelo (¿en las elecciones de 1979?).
Marcelo encantaba a sus amigos. Norah Claros repetía que le dijo a Marcelo que ella y Ana María Romero no votaron por él en las elecciones de 1980 porque también postulaba Walter Guevara, en cuyo gobierno Norah y Ana María colaboraron. Marcelo, divertido e indulgente, le contestó: “qué bien, Norita, han hecho bien…”.
Cayetano Llobet, por su lado, se relamía al admitir que el hechizo de Marcelo fue el que lo hizo sentirse risiblemente orgulloso de ser un guarura. En bata de seda, Marcelo se retiraba a conciliar el sueño, dejando en un sillón a Cayetano armado, a cargo de la seguridad, en vela.
En cambio, en un artículo Jorge Canelas lamentaba, como buen liberal, que un día, “tristemente”, Marcelo partiera hacia la izquierda “para nunca más volver”. Canelas relataba que, con Enrique Arnal, Marcelo y “Chichilo” Benítez compartían noches de bohemia. Según don Jorge, a veces hasta se sumaba Guillermo Lora, en una ignorada faceta afable y epicúrea.
Es difícil definir qué pudo ser Marcelo. Aquellos amigos tal vez esperaban de él un patricio en la política, con esa sensibilidad de matriz conservadora y católica -que suele pasar como de izquierda- por la que los afortunados se ocupan de los que no lo son. Cada país tiene círculos de esa mezcla de buena intención, conciencia semiculpable y pliegues elitistas, como los democristianos chilenos.
Decidido hoy a fijar estos recuerdos ajenos y propios, dudo -quizá por culpa del cáustico abuelo Mendieta- si Marcelo habría acometido la ingrata e inevitable tarea del Víctor Paz de 1985. Los talentos de Marcelo no eran los de Paz, y viceversa. Incluso creo que Marcelo se alegraría de que esa distinción quedara escrita.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado.