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La madriguera del tlacuache | 26/01/2025

Lost in translation

Daniela Murialdo
Daniela Murialdo

Aun cuando la película “Lost in translation” tenga más que ver con la poca habilidad de los personajes para traducir ciertos sentimientos (como la soledad o la añoranza), el título nos sirve de mucho por lo fácil que resulta perderse en la mudanza de un lenguaje dentro de un mismo ámbito.

El mayor esfuerzo de un traductor, creo yo, surge al trasladar modismos de una cultura a otra, cuyos significados reflejan un contexto particular que no deja de ser una referencia común. Conocer la definición de las palabras que componen aquellos modismos no es suficiente para entender el sentido completo de esas frases. Con lo cual, es necesario comprender además, la realidad señalada.

Mi padrastro tuvo que interrumpir su alocución en un foro de una ciudad brasileña al ver que el traductor simultáneo se hallaba en figurillas, imposibilitado de traducir que tal asunto no era “moco de pavo”… Aunque traducciones como esa se vuelven irrealizables, incluso en un mismo idioma. Me pasó en un curso de derecho tributario en Buenos Aires que una colega de Perú se quejara de que cierta norma era “un saludo a la bandera” y yo fuera la única en la sala –en la que había argentinos por supuesto y otros latinoamericanos– que comprendiera su protesta.

Hay objetos, como las palomitas de maíz, con una misma descripción, pero con un sinfín de modos lingüísticos que dependen del lugar: pipocas, crispetas, canchitas, cotufas, rosetas, cabritas, pochoclo, cangil… O la bombilla: popote, pajita, pitillo, sorbete, pajilla, que solo permiten una explicación a partir de la acepción que da la RAE o de la mímica, para lograr que se entienda de qué se está hablando.

Y ya ni mencionar los miles de vocablos inocuos en un país y profundamente soeces en otros, de los que uno muchas veces no sabe que debe cuidarse. Hay un par de frases inocentes: una hondureña, que traducida al castellano raso quiere decir “me enojé porque mi novio es un mentiroso”; y la otra venezolana, que traducida se entiende como “me tengo que acicalar”, que escuchadas en sus respectivos acentos tienen una connotación pura y explícitamente sexual. De modo que de buenas a primeras es fácil sonrojarse y no preguntar más nada (o sí).

Las traducciones más riesgosas son las literarias o las poéticas (las académicas y científicas suelen manejar términos similares en los distintos dialectos). Aquellas que afortunadamente no serán alcanzadas pronto por la gélida Inteligencia Artificial, incapaz de revelar el sentido que no cualquier sinónimo brinda. Que carece de sensibilidad para identificar la precisión de los diferentes términos y de su exacta adaptación contextual.

Alguno que otro libro se me ha vuelto insostenible tan solo por la traducción casi escolar que le quita a la obra original pedazos fundamentales, solo por no haber podido utilizar –quizás por no comprender la emoción contenida en la palabra o la oración transcrita– la locución apropiada.

La traducción de los gestos es igualmente difícil. Un amigo paceño sufrió una desilusión momentánea cuando un invitado de la India respondió a la pregunta de si le había gustado la cena preparada por él, con un movimiento que para cualquier boliviano supondría un majadero “más o menos”; luego llegó la traducción de esa inclinación de cabeza hacia ambos hombros: “¡Me encantó!”. Y en ese intento por explicar el lenguaje gestual, allá por los años 90 se caricaturizaba una intervención del entonces presidente Jaime Paz en la Asamblea de la ONU, en la que se decía que el exmandatario, para contar que en Bolivia ya no había hiperinflación ni tanta pobreza, giraba su mano en un clásico meneo boliviano (como muestra de la falta de algo) que ningún traductor simultáneo internacional hubiese logrado interpretar así nomás.

Otra traducción impracticable, o por lo menos imperfecta, es la que se hace de un formato a otro. En ella, el extravío del significado original de una o varias partes de la información que se traslada, es inevitable. 

He terminado de ver la hermosísima serie “Cien años de soledad”. Les dejo su reseña a los expertos, pero me concentro en algo que frustró –con razón– a muchos de los lectores de la obra original homónima del Premio Nobel, Gabriel García Márquez, adaptada por Netflix: la pérdida de ciertos elementos del libro, que no resistieron su adaptación a la pantalla y que se perdieron en la traducción del texto al guion cinematográfico.

Y están las traducciones imperdonables, que son las de los títulos. Sobre todo, las que hacen los osados españoles. La saga infantil de videojuegos de terror “Five Nights at Freddy’s” (Freddy es la pizzería donde todo ocurre) es traducida como “Cinco noches con Alfredo” (que escuchado con acento ibérico sugiere más bien algo pornográfico); y la más famosa por increíblemente ridícula es la de la obra teatral de Oscar Wilde “The Importance of Being Earnest” –un juego de palabras que igual se perdería en la traducción (earnest significa serio o formal) – que se tradujo como… “La importancia de llamarse Ernesto”. Aquí es cuando mejor se aplica la famosa expresión “traduttori, traditori” (traductores, traidores). Estas traducciones chapuceras dejan de ser traición para convertirse en destripamiento del idioma. Pero por lo menos nos hacen reír.  



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