Lo primero que tendrán que hacer los candidatos a la presidencia en las elecciones de agosto es descifrar las expectativas de varios electorados. El problema es que mientras los votantes cambian y las necesidades también, los aspirantes son los mismos y no se advierte en el estilo, propuesta o discurso de ninguno ellos una señal que insinúe una nueva manera de hacer las cosas.En Bolivia, según los datos del Censo, poco más del 20% de la población, aproximadamente 2.333.400 personas, tiene entre 18 y 28 años. Estos son votantes que no conocieron otro gobierno que el del MAS y que, por lo tanto, tienen un recuerdo referencial de lo que fueron las gestiones anteriores. Es decir que para ellos el pasado político más remoto posiblemente tenga que ver con los primeros años de la gestión de Evo Morales.
Pero, más allá de eso, esta es la generación que incorporó definitivamente a sus vidas toda una diversidad de recursos tecnológicos que le permitió acceder a fuentes completamente nuevas de información.
Fue también un grupo que creció durante uno de los períodos de mayor crecimiento económico de la historia y que, por eso mismo, vivió en las aguas tranquilas del bienestar. En un país donde la economía ha sido casi siempre un factor decisivo del cambio político, la prosperidad relativa influyó en direcciones inesperadas.
Si antes la opinión de los jóvenes se construía básicamente sobre la de sus padres, sus mayores en general o los medios de comunicación, la tendencia hoy, según lo afirman especialistas como el consultor político ecuatoriano, Jaime Durán Barba, es que la opinión se forma en sus propios grupos.
Se sabe que un joven de entre 18 a 20 años no es un asiduo lector de diarios, ni está muy pendiente de las noticias, salvo de aquellas, claro, que tienen una relevancia mayor en función de intereses determinados por una nueva “agenda”.
Hoy, para este segmento de la población, es más importante el maltrato del que fue objeto una tortuga en Santa Cruz, que la llegada de una marcha campesina a la ciudad de La Paz o que la propia elección de agosto próximo. Sus prioridades definitivamente son otras.Algunos interpretan esta actitud generacional como una suerte de apatía o de divorcio con la política y hasta como un alejamiento de la democracia, lo que entrañaría peligros futuros. Pero lo que pasa en realidad es que fueron los políticos quienes se alejaron de las nuevas generaciones y no asimilaron, ni tomaron en serio sus intereses.
El socialismo del siglo XXI o el MAS creyeron que los jóvenes seguían persiguiendo los sueños de los viejos tiempos de la guerra fría y no consideraron el remezón que experimentó el mundo en los más diversos campos y su impacto sobre las nuevas generaciones.La prosperidad económica, de todas maneras, fue una suerte de anestesia que mantuvo adormecidas, pero no para siempre, otras aspiraciones o causas que definieron el alcance de una revolución silenciosa que estalló esporádicamente en sucesos como la masiva adhesión generacional a la marcha del Tipnis, la bronca ante el fraude electoral de 2019 y la indignación por la pasividad con la que se manejó el tema de los incendios forestales.
La bonanza no representó necesariamente para los jóvenes la oportunidad de desarrollarse en su campo profesional, aunque si les ofreció la posibilidad de hacer negocios. Había plata sí, pero su origen estaba en un par de actividades legales – minería y gas –, y en el campo riesgoso e incierto de una ilegalidad con nombres diferentes, desde narcotráfico, hasta contrabando, pasando por la actividad minera ilegal.Ese vacío en la perspectiva de los menores de 28 años quedó seguramente como una asignatura pendiente. La polarización, además, no permitió pensar claro a nadie. No salen ideas de la confrontación, salvo aquellas que tienen que ver con hacer daño al otro o construir una narrativa supuestamente veraz desde dos trincheras que explican la realidad a su modo.
Tal vez por eso, incluso ahora, el discurso político, cualquiera que sea su tendencia, no entusiasma, ni seduce a las nuevas generaciones, al extremo que quienes hoy asesoran en las campañas recomiendan hacer todo lo contrario de lo que indican los manuales tradicionales. “Si quieres ganar una elección, no hagas política”, sostienen y no les falta razón.
No hacer política es, paradójicamente, la forma o la no forma de acercarse a un electorado inquieto, al que no convence solamente un cambio de guardia en los pasillos del poder o una mejora en la situación económica, si los referentes continúan siendo los representantes de generaciones anteriores y de élites que pusieron ya a prueba sus capacidades y virtudes sin mucho éxito.
Los laberintos del voto son complejos. Van mucho más allá de la propuesta “plana”, del discurso reiterado o del estilo clásico y sin “gracia” que se ha escuchado hasta ahora. Es tiempo de las formas en la política, más que de los contenidos, aunque luego ambos vayan de la mano.
Hernán Terrazas es periodista.