En
las mañanas despierto con un temor recurrente: que España vuelva a
colonizarnos. Pese a que veo improbable una reconquista territorial, me aterra
la ocupación de nuestras ideas. No me asustan mucho los ásperos del PP o de
Vox, pues les falta activismo transnacional y su influencia es por tanto
reducida. Mi miedo aparece cada vez que escucho a los iluminados del
progresismo podemista. Esos con embajadores fuera de la península, que difunden
su palabra incluso por acá –en Chile o en Argentina–, y que pretenden cambiar
el mundo desde el victimismo sectario. Uno que ya no resiste más
inconsistencias.
Esta vez la secta victimizada fue la de los gordos. Y ahí tenemos a la delirante secretaria de Estado de Igualdad de España, Ángela Rodríguez Pam (gordita ella), que en un foro reciente arremetió contra la comunidad médica, instándola a transformarse bajo el argumento de que “la medicina es una institución que muchas veces representa la idea de un cuerpo correcto y un cuerpo incorrecto, y que casi siempre ese cuerpo correcto es el cuerpo de los hombres y que casi siempre el cuerpo correcto es el de las mujeres que van por un camino muy estrechito por el cual la mayor parte de las mujeres no solamente no podemos sino que no queremos transitar”.
A los pocos segundos de la extraviada afirmación de Pam –que parece el esfuerzo intelectual más arduo de los últimos tiempos para rebatir una evidencia científica: esa que prueba que la obesidad es una enfermedad crónica que afecta a hombres y mujeres sin importar su clase–, aparecía uno de los escuderos de la progresía ibérica, también entrado en carnes, para lanzar otra perla. El siempre agitado periodista, que seguro padece el síndrome de Pickwick (hipoventilación por obesidad) y que quizás se había echado unas buenas morcillas con unas patatas bravas antes, publicaba este mensaje: “No se odia a los gordos por ser gordos, sino por intuir que son pobres. Se llama clasismo”.
Hasta aquí no hay materia suficiente para hacer convulsionar a nadie, pues conocemos –y hasta admiramos– la habilidad de la que gozan estos seres de la moral superior para manipular. Sabemos además que en esa su labor evangelizadora deben primeramente etiquetarnos para, una vez ubicados dentro de una o más categorías (machistas, clasistas, gordofóbicos), poder guiarnos en nuestra conversión hacia la bondad. El asunto es que la secretaria de Estado de Igualdad se agarró de ese argumento y pidió agradecer “infinitamente” al activista “haber escrito eso que es necesario, brutal y honesto”.
Es entonces cuando me sube la fiebre. Tanta contradicción me produce escalofríos y sudores. La autoridad española alega que existe la idea de que los cuerpos correctos son los de los hombres y los de las mujeres delgadas, pero el primero en quejarse de la gordofobia es un hombre... Aunque según la nomenclatura de este progresismo podría estar yo incurriendo en otra categoría discriminatoria (la transfobia), asumiendo que la víctima de gordofobia es hombre solo por su aspecto, sin saber que en verdad él se autopercibe mujer. En ese caso todo cuadraría y Pam acertaría en su argumento.
Ahora, sostener que la gordofobia (que es de por sí un término forzado) es un síntoma de clasismo (“molesta la gordura porque está asociada a la pobreza”), es cuando menos, peligroso. Ojalá existieran más pobres gordos y ojalá Donald Trump –parecido al regordete millonario del juego Monopoly- perdiera unos cuantos kilos (además de la siguiente elección).
Las declaraciones temerarias como las que escuchamos esta semana deberían exponerse en horarios de protección al menor. Pues cómo podemos explicarle a un niño, al que se está intentando educar para que desarrolle hábitos alimenticios que lo ayudarán a tener una buena salud, que una autoridad necesita exorcizar, desde el Estado, algún bullying por su gordura, hablando sandeces. La “gordofobia”, que no sé si exista como tal, debe ser tratada y trabajada como un modo más de intolerable hostigamiento por el aspecto del otro. Pero ello no puede convertirse en una apología del sobrepeso. Los gorditos pueden ser más felices, y hasta más bonitos, pero quizás no más sanos.
En los siguientes días escucharemos los gritos de: “¡abajo la gordofobia!”, “¡la obesidad es un prejuicio patriarcal de la medicina!” desde el Obelisco en Buenos Aires o desde la plaza de la Dignidad en Santiago. Pese a que en Bolivia existen unos cuantos importadores de esa ideología del victimismo hay algo que atempera mis miedos y es la infinidad de asuntos más importantes de los que deben ocuparse nuestras autoridades: la economía, los niños con cáncer, el mercurio en los ríos. Y aunque no le den la atención suficiente a esos temas, tampoco los veo muy pendientes de si a algún ministro le gritan gordo en la plaza Murillo.