¿Qué es lo bueno de nuestra democracia? La democracia
boliviana lleva ya cuatro décadas de andadura histórica. Uno hubiera esperado
que, con el paso del tiempo, su genio y figura se fueran perfilando con
preciosismo y hacia una lograda excelencia.
La verdad, andó y desandó. Hoy no luce con sus mejores galas, pero afortunadamente todavía está en pie. Resiste con singular resiliencia los embates que la erosionan desde las cuatro esquinas. ¿Tendrá mejores días? La certeza es una: si no los tiene, nadie los tendrá, porque la democracia es de los pocos hilos que hace de nuestro país una madeja nacional. No sólo un conglomerado de seres humanos, sino un proyecto de convivencia. Más acá o más allá, autoritarismo y opresión. En un retorno a las dictaduras, no importa su signo, de izquierdas o derechas, no hay libertad. Y sin libertad, todos vivimos a 8.000 metros de altura, sin aire para respirar, para vivir y para soñar. Sólo para escuchar el resoplido opresivo y congelante del poder.
¿Y lo malo? La polarización. La división entre dos masas humanas cada vez más distantes y antagónicas. Y donde su dieta diaria parece ser el dióxido de sulfuro, revolviendo el estómago y calentando la cabeza contra el otro bando. Y el centro, la moderación, haciéndose más pequeña y más flanqueada por la odiosidad de los dos bandos. ¿Es la nuestra una sociedad? Más bien una di-sociedad que no logra encontrar su óptimos social, ese estado de significados compartidos, metas comunes, y donde cada quien con cada cual, saben desde lo hondo de su ser que sólo la conjunción y no la disyunción generan un presente y futuro habitables. ¿Lo acabaremos por entender? ¿O necesitamos caer al abismo, para magullados y sangrantes, reconocer lo que teníamos y no supimos ver por egoísmo, desidia o soberana estupidez?
¿Y lo feo? Lo cierto es que hoy nada luce bien sobre la superficie de nuestro territorio. Hemos avanzado con gran desenvoltura en un monumental grotesco histórico. Ni siquiera en una obra arquitectónica podemos regodearnos con su belleza lograda. Todo luce de un abigarrado contrastante y chocante, y, sobre todo, la política. Nuestros políticos. Oficialista y opositores, cortados por el mismo filo de su obsesiva tendencia a la división, que, a su vez, enfila y corta todo agrupamiento que forme unidades más grandes y englobantes.
El MAS, de ser un partido está a meses de quedar partido, y la oposición, prosigue oronda y ciega su fragmentación. Ni siquiera el tener un mismo contendiente político longevo logra unirlos. Los pequeños avanzan con paso de parada hacia lo nimio, no miran la escalera cuesta arriba, a la ascensión; sino hacia abajo, al descenso. No buscan alzarnos hacia las estrellas, sino disiparnos en el polvo de la historia. ¿Es el nuestro el “tiempo de las cosas pequeñas”? No, se trata del país de los políticos pequeños. Esto, y no otra cosa, es lo horrible de nuestra democracia.
César Rojas es comunicador social y sociólogo.