Siempre he convivido con un dilema existencial que, afortunadamente, no me quita el sueño, no me hace sudar frío a las tres de la mañana y no me provoca muyu muyu. Confieso que es una disyuntiva sin ansiedad, sin diván y sin Freud. En pocas: sin rollos. ¿Soy un economista atrapado en el cuerpo de un escribidor? ¿o un escribidor atrapado en el cuerpo de un economista? No lo sé. Pero como decía mi abuelo Rosendo, trabajador de la fábrica de cemento de Viacha: “Más rarito era tu tío y, míralo, terminó de senador”. Por supuesto, esa opinión de mi ancestro me consolaba.
Un escribidor de domingo, como quien firma esto, es aquel que garabatea líneas no por contrato, sino por catarsis: escribe para espantar demonios, para ordenar el caos con puntos y comas, y para escalar, a pulso y prosa, hacia alguna esperanza que no cotiza en bolsa. En cambio, un escritor de verdad es un artesano talentoso de la palabra, que trabaja con disciplina monástica y sintaxis afilada. El “escritor economista”, en cambio, es un oxímoron ambulante: demasiado estructurado para la metáfora, demasiado enamorado de las cifras como para confiar en la ficción, y, sin embargo, aquí estamos, pretendiendo que el Excel y la poesía pueden convivir sin matarse.
Lo cierto es que esta esquizofrenia identitaria comenzó, como todo en Bolivia, en el colegio, ese laboratorio nacional donde se forman desde poetas hasta ministros de Economía, pasando por choferes de Yango. Yo cursaba quinto de secundaria, cuando conocí a un personaje inolvidable: René Bascopé Aspiazu, profesor de física, ingeniero electrónico de formación (otros decían que era ingeniero civil que nunca había construido una pared). Comunista por convicción y literato por vocación. Era el tipo de profesor que lograba que entendieras a Marx o a Mario Benedeti, pero jamás la Ley de Newton. De física no aprendí, ni un Newton, más precisamente, ni un carajo, pero salí con conciencia social, con ganas de escribir y una saludable desconfianza por la burguesía nacional.
Mi primera incursión en las letras fue con un artículo escolar, publicado en una revista hecha en stencil, una tecnología prehistórica que consistía en un mimeógrafo y altas dosis de fe y tinta. El texto era un homenaje a los trabajadores de limpieza del glorioso Colegio San Calixto. Noble gesto, hasta que el profesor Bascopé, sin anestesia, me cambió el título. Yo había escrito el nombre de uno de los trabajadores, él lo reemplazó por un enigmático “Ecce Homo”. Así fue como Nietzsche entró en mi vida, sin yo haberlo invitado, y, con él, la sospecha de que escribir era una forma sofisticada de desobediencia y rebeldía.
Desde entonces, dos serpientes se enroscaron en mi destino y en mi sufrido corazón. Una, la de las ciencias sociales, que acabó conduciéndome por los pasillos asépticos de la economía; y la otra, la de la escritura, que me mordía dulcemente en los ratos libres. Ganó la primera, como suele ocurrir cuando hay que pagar cuentas, la segunda quedó dormida, pero no muerta. Y ahora, en mi segunda juventud (la única que pienso declarar a impuestos) ha vuelto a despertar con más fuerza y con menos paciencia. Me queman las palabras y, cada vez más, me indigna la cojudez de todos los colores ideológicos.
Después de pasar casi una década en Brasil, militando disciplinadamente en las playas de Ipanema, lo confieso, regresé a Bolivia con la piel bronceada (los collitas poliglobúlicos, como su seguro servidor, adquieren el bronceado api) y la pluma afilada. Comencé a escribir columnas para el periódico Presencia. Mis textos eran un desfile de citas en latín de economistas, sesudas referencias macroeconómicas y un tono tan académico que espantaba hasta al lector más aplicado. Escribía básicamente para otros economistas con insomnio y más cuadrados que dado de cacho en viernes de soltero.
Hasta que un día, Ana María Romero de Campero, directora del diario Presencia, me invitó a su oficina y me soltó una verdad sin anestesia ni vaselina: “Estás escribiendo para un club de autoayuda de cinco economistas. Si quieres que te lea alguien más que tu mamá, cambia la forma y el tono”. Mi santa madre me leía sagradamente, pero nunca me dijo que era más aburrido que ascensor sin espejo. Mi padre era otro lector sagrado y recortaba todos mis artículos.
Le pregunté a Ana María qué debía hacer para quitarme lo solemne y el dejo de monolito al escribir. Ella me dio dos consejos de conejo: “Escribe como si le explicaras economía a un niño de 12 años y encuentra tu propia voz”.
El primer consejo lo seguí con la disciplina de un seminarista huasquiri. Ser profesor me ayudó a traducir la inflación sin matar de aburrimiento al lector, a hablar de la balanza de pagos sin que me lancen tomates. Pero lo segundo, eso fue más difícil. Tuve que hacer arqueología emocional. Mirar a mis adentros sin piedad. Y lo que encontré fue mi humor del sur. La picardía de Villazón, que es una mezcla de fino potosino, chapaco por acento y casi argentino por actitud. También recuperé mis años en el pintoresco barrio de San Pedro, en La Paz; mis expresiones callejeras, y esa unión entre sabiduría popular y cinismo andino que tanto caracteriza al boli de a pie.
Así fue como nació este lenguaje híbrido que usted, sacrificado lector, lee todos los domingos hace más de 30 años: popular pero preciso, burlón pero riguroso. Un lenguaje que le habla a la gente sin pedirle el CV, que combina datos con dichos, gráficas con carcajadas. Me inspiré en figuras como Paulovich, Vizcarra, Joelmir Beting (periodista brasileño) y hasta en el mismísimo, premio Nobel, Paul Krugman (cuando se pone simpático). De todos ellos tomé un poco: ironía, claridad, estilo y, sobre todo, el arte de decir verdades sin pedir perdón.
En este viaje entre economista y escribidor descubrí, no sin cierto deleite, que el humor es mucho más letal que la crítica sesuda. Mientras esta última se gasta en la primera esquina del enojo, el humor corroe lento, elegante y sin perder la sonrisa. Para los dueños del poder, que suelen tener la piel anta y el ego inflamable, el humor es un látigo sin ruido, pero con marca registrada. Porque reírnos de ellos no solo es una forma de resistir su autoritarismo y su torpeza con gracia, sino también de recordarles, con estilo, que aún creemos en un futuro mejor… aunque ellos se esfuercen diariamente por hacerlo improbable.
Finalmente, ¿soy economista o escribidor? Tal vez soy apenas un narrador del absurdo boliviano con herramientas de Excel y corazón de cronista. O quizás, simplemente, soy un tipo que escribe para no explotar.
Gonzalo Chávez es economista.