Asistí recientemente a un conversatorio sobre desarrollo económico, invitado como Ponente por la Universidad Tecnológica Privada de Santa Cruz (UTEPSA) para compartir con tres expertos en sus especialidades, uno de los cuales brindó una magistral exposición con relación al sector maderero y lo hizo tan “en facilito”, que no solo los universitarios, sino yo también, salí aprendiendo algo nuevo.
Seguramente cuando Ud. leyó el primer párrafo de esta columna pensó que iba a entrar en sesudas explicaciones científicas respecto a las interrogantes planteadas ¿no es cierto? Debo confesar que, no siendo experto en la temática, entendí recién que lo planteado no eran, sino, mitos -por lo menos- verdades a medias, a partir de lo que escuché de parte del expositor sobre la temática, el prestigioso abogado y amigo, Jorge Ávila Antelo, Gerente General de la Cámara Forestal de Bolivia (CFB).
“¿Sabían que un árbol es como un ser humano? Nace, crece, se reproduce y muere”, dijo, para explicar luego que, así como nosotros precisamos de alimento para crecer, el alimento de los árboles proviene del aire con la captura, por medio de sus hojas, del temido dióxido de carbono (Gas de Efecto Invernadero) y la posterior emisión de oxígeno, proceso llamado fotosíntesis que se da en el proceso de su crecimiento. Comprendí que -stricto sensu- los árboles no deberían ser llamados pulmones, ya que los pulmones hacen todo lo contrario: aspiran oxígeno y emiten dióxido de carbono (los árboles, al revés).
La segunda precisión tuvo que ver con la sistemática oposición al aprovechamiento del bosque -así sea selectivamente- por parte de cierta ala ecológica ultraconservadora. Ávila aclaró que cuando un árbol llega a su total madurez, entre el dióxido de carbono que recoge y el oxígeno que emite, no existe una contribución positiva -el balance de carbono es “cero”- por lo tanto, no solo que no ayuda a ello, como se escucha hasta el cansancio, sino que más bien, perjudica a que otras plantas crezcan: “Imaginen un árbol mayor, como un papá, rodeado de plantitas, sus hijitos. Cuando el papá es viejo sus ramas no dejan que el sol llegue a sus hijitos y éstos no pueden crecer… ¿Ustedes se opondrían a que sus hijos crezcan?”.
Explicó, entonces, que cuando el árbol añejo se seca y se quema o se pudre, el carbono que había fijado en sí vuelve a ser liberado a la atmósfera, no así cuando se lo tala y se lo hace un mueble, por ejemplo. De ahí que, un mayor beneficio para el planeta sería más bien, talar el árbol viejo para que deje pasar el sol y las plántulas de su derredor, a lo largo de sus muchos años de crecimiento -ahí sí, efectivamente- puedan capturar dióxido de carbono y emitir oxígeno, a través de la fotosíntesis.
Por tanto, como reza el adagio, “no todo lo que brilla, es oro”: Si una parte importante de la biomasa de un árbol es tronco y ramas saturadas de carbono, y su follaje no captura más dióxido que el oxígeno que produce porque ya no está en crecimiento, bueno sería su reemplazo por plantas jóvenes en crecimiento para que con la fotosíntesis puedan producir más oxígeno y retirar más dióxido de la atmósfera. Un bosque es un ente vivo con millones de animales y microorganismos que toman oxígeno del aire y emiten dióxido de carbono, día y noche. Si los árboles no producen oxígeno de noche por no haber luz solar, entonces pueden terminar siendo aportantes netos de dióxido de carbono antes que oxígeno… ¡A que no lo sabía!
Gary Antonio Rodríguez es Economista y Magíster en Comercio Internacional