“Ladrar al árbol equivocado” en una expresión anglosajona con la que se describe situaciones en las que, partiendo de diagnóstico errados en elementos centrales, se llega a conclusiones y propuestas equivocadas. Normalmente, los errores en el diagnóstico son involuntarios –por ejemplo, no incluir ciertos factores que no se conocían–; pero, en la realidad, también pueden ser errores voluntarios con el fin de engañar o ganar ventaja al posicionar, como cierto, un diagnóstico errado.
Diego Ayo (Mentiras neoliberales, Brújula Digital |22|05|24|), con su picante ironía, comenta seis temas sobre la realidad boliviana en los que los diagnósticos gubernamentales chocan frontalmente con los de organismos multilaterales y organizaciones internacionales. Los datos concretos que Diego presenta debilitan el optimista diagnóstico oficial. Pero la historia no termina en que “Diego gana, Gobierno pierde”: la gente que cifra esperanzas en el futuro que ofrecía el discurso oficial será frustrada al punto que, algunos (o muchos), buscarán satisfacer sus necesidades al margen de la institucionalidad vigente. Esta es una causa-raíz de la desinstitucionalización y la anomia crecientes.
El optimismo infundado, como diría Gunnar
Myrdal, parece ser el estado de ánimo habitual entre los políticos, y en
creciente número de académicos a su servicio, que practican la autohipnosis
compulsiva. “El optimismo es útil para tener el coraje de enfrentar las
dificultades, pero, incluso considerando este punto de vista práctico, es claro
que la frustración es el resultado natural del optimismo infundado; una visión
realista demanda racionalmente un coraje y una determinación cercanas a la
desesperación”.
Al final del día, optimismo o pesimismo no son otra cosa que resultados del sesgo en los enfoques, pero, como nunca antes, el optimismo barato sería desastroso porque las condiciones ahora son extremadamente restrictivas. El desafío para Bolivia hoy es ser realista. Ser realista significa ser parte de la solución, poniéndose a trabajar con metas claras y con la mayor eficiencia posible, incluso si los caminos elegidos entran en conflicto con las ideas dominantes. Por supuesto, la condición base para ser parte de la solución, es conocer el problema y las causas que lo generan o lo alimentan.
Me anticipo a decir que el problema no es el déficit fiscal, la tasa de crecimiento, el nivel de las RIN, el tipo de cambio, la inflación o la masa monetaria. ¿Hay alguien que puede establecer qué valores de estos indicadores serían los correctos para garantizar un desarrollo sostenido y sostenible? No. No lo hay, porque todos estos indicadores “macromonetarios” miden resultados o consecuencias de políticas que pueden, o no, estar orientadas a resolver los verdaderos problemas estructurales: por ejemplo, para el Gobierno la economía crece al 3%, pero crecen sectores y actividades rentistas, no los que crean empleo digno y generan valor; y tenemos la inflación más baja porque estamos inundados por el contrabando y controlamos precios en bienes críticos, como los combustibles.
Todos estos son los árboles equivocados; hemos perdido casi un siglo ladrando a estos árboles –y girando además alrededor de ellos tratando de mordernos la cola–; sin embargo, literalmente, no nos hemos movido del lugar, aunque estamos ya casi exhaustos por las energías derrochadas.
Los gobernantes cometen errores porque privilegian los slogans y los titulares optimistas a la crudeza de la realidad, que tampoco llegan a entender por sus cegueras ideológicas. En particular, superar los discursos ideologizados –de derechas o izquierdas– es condición necesaria porque los problemas de la gente están en la realidad de las calles, no en la bruma de la metafísica (Nietzsche dixit). China lo hizo con la consigna “no importa el color del gato, importa que cace ratones”, porque sus líderes supieron transmitir qué implicaba cazar ratones: sacar a los chinos de la pobreza y recuperar el sitial de China en la historia mundial. ¿Sabemos los bolivianos qué queremos construir para nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos? De hecho, ¿sabemos hoy cuál es el principal problema a resolver?
El problema y la solución son fáciles de enunciar: la debilidad y la dependencia de nuestra economía nos impiden atender las necesidades básicas de la población.
Caímos a los últimos lugares de América Latina en términos de desarrollo a pesar de gozar de una envidiable dotación de recursos naturales y de una demostrada capacidad de trabajo y de creatividad de nuestra gente. No es muy difícil inferir que, en gran medida, la responsabilidad recae en malas políticas aplicadas por malos políticos.
Lo que encadena Bolivia a la pobreza y el subdesarrollo es el extractivismo y las rentas que genera, y que los políticos de todas las tendencias han usado para fidelizar a sectores sociales con las prebendas que les permiten ofrecer las rentas extractivistas. Pero políticos cortoplacistas y recursos finitos nos condenan a subordinar posibilidades de crecimiento y desarrollo a las demandas y los precios que los mercados nos fijan: en la práctica, significa que tenemos hipotecada nuestra capacidad de planificación y gestión.
Para revertir esa tendencia, la tarea inmediata es crear “riqueza autónoma”: generar las condiciones políticas, institucionales y sociales, para crear anualmente al menos 150.000 puestos de trabajo con una productividad laboral igual o superior a la media de América Latina (25.000 dólares) frente a nuestra actual productividad cercana a unos pobres 5.000 dólares. Esta es la condición para frenar –todavía no revertir– el aumento de la pobreza en nuestra sociedad. Así de grave es el problema.
Esta es la realidad y aceptarla es el punto de partida para reconstruir la economía sobre la base de una institucionalidad destinada a materializar una CPE, el pacto social que refleje el compromiso común de superar el extractivismo, diversificando la economía bajo principios que promuevan al ser humano y a su trabajo –no al Estado ni al capital ni a la Pachamama– como la fuente de creatividad y de generación de valor; las personas y sus hogares –no al Estado ni el capital– deberían ser también las destinarias directas y primarias de los beneficios del crecimiento.
Bajo este enfoque, en tanto se logren las mejores condiciones –social, ambiental y económicamente sostenibles–, para la generación de empleo digno y valor agregado, los valores del déficit, del tipo de cambio o del nivel de las reservas serán “los correctos” sean cuales fueran sus magnitudes y sin importar si son compatibles con las ideas neoliberales, keynesianas, libertarias o socialistas.
Es más, los estériles debates sobre emprendimientos públicos o privados, o sobre las formas capitalistas, socialistas o comunitarias de apropiación del excedente se centran puntualmente en las formas que adoptan el Gobierno, la sociedad y las empresas para establecer la distribución del ingreso. Tales distinciones no tienen sentido respecto a creación del valor (el valor agregado y la productividad) que es un desafío común a todas las formas de organización económica –públicas o privadas; micro, pequeñas, medianas o grandes–, para generar valor con la mayor eficiencia y efectividad posibles.
La historia nos ha regalado la oportunidad de romper con el extractivismo, gracias, irónicamente, a 20 años en los que no tuvimos la capacidad para reponer las reservas de gas ni, menos, liderar la oferta mundial de litio; en buena parte, el fracaso podía anticiparse porque adoptamos una CPE que privilegia el discurso y los slogans en vez del realismo de un Estado todavía incapaz de producir su propio pan. Y agravamos las dificultades al confiar la toma de decisiones a amigos, no a los/las mejores.
Repito. Ser realistas hoy significa ponerse a trabajar con una meta clara: asegurar empleo digno a todos los jóvenes que ingresan al mercado laboral con la máxima eficiencia, incluso si los caminos elegidos entran en conflicto con las ideas hoy dominantes. De hecho, deben hacerlo, porque el paradigma neoliberal vigente está agotado (la Constitución de 2009 adopta nueve de los 10 preceptos del Consenso de Washington). Requiere dejar de ladrar a los árboles equivocados.
Enrique Velazco Reckling, Ph.D., es investigador en desarrollo productivo.