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26/09/2021
La madriguera del tlacuache

La vida era solo una hipótesis

Daniela Murialdo
Daniela Murialdo

El escritor mexicano Juan Villoro contaba que en una ocasión, mientras cursaba un taller de literatura, uno de sus compañeros alardeó frente al profesor -el maestro de la minificción Augusto Monterroso-, que se hallaba en plena producción de una novela que estimaba, llegaría a las 300 páginas. Monterroso habría ensayado una cara de alegre sorpresa para intervenir: “¡Qué bueno, te estás preparando para escribir un cuento!”. Y es que, al decir del mismo Villoro, el cuento es el género más exigente de la prosa. 

Jorge Patiño -osado como lo conozco para dar virajes repentinos-, deja el estudio de bellas palabras anticuadas, plasmado en sus Codas al diccionario, y se vuelve a armar de valor para escribir cuentos. Que esta vez se vuelcan a la vida, el sexo, la locura y la muerte.

Este es un libro de personajes (más que de historias o paisajes) en el que el diálogo entre ellos se convierte en el verdadero relato. El narrador opta, en gran parte de la obra, por los diálogos directos. Y deja que se lea en vivo lo que los personajes piensan, sienten, dicen o hacen. 

El texto, que nos muestra títulos únicos e intrigantes, está escrito en lengua coloquial y pese a que las figuras no son -en su mayoría- jóvenes, es juvenil con un acento paceño, sin llegar claro, al lenguaje del hampa.

Me quedó sí, la sensación de que el escritor se preocupó demasiado por la sensibilidad de sus lectores. Quizás se trate de otra triste consecuencia de la cultura de la cancelación. Sus personajes, aunque algunos desesperados por el desamor, la soledad o la culpa, son políticamente correctos y aun en sus excesos son mesurados.

Se cuidó también -pese a que el propio título lo anuncia-, de no hablar de sexo. El autor recurre a una herramienta casi infalible en literatura que es el erotismo, pero no se anima a entrar a la zona roja. Las narraciones eróticas son algo anacrónicas, y más que excitar, conmueven. El libro puede ser leído por menores de 18 años.

Patiño calibró bien las palabras para lograr un equilibrio en el habla de sus cuentos. Que no eluden alguna frase punzante, pero que no llegan nunca a ser virulentas. Como la del enfermo casi terminal que con tono frustrado descubre que “la vida se deja organizar más fácilmente que la muerte”. O conclusiones que van con socarrona filosofía, como la de otro personaje que, hablando de su hermana, anota: “ella podía haber hecho muchas cosas en la vida, pero había decidido ser feliz. No es que sea un mal plan, claro que no, pero tiene ese problemita de dejarte con las manos vacías”.

El primer cuento -sobre las máscaras de las inseguridades, tan comunes ellas…-, es más bien una novela corta que comienza con un narrador que acapara el relato. Ya luego cede la narración a otras figuras igualmente relevantes cuyas historias, o algunas de ellas, terminan por converger, convirtiendo la obra, en parte, en una de estructura coral. Además de este recurso acertado, el autor aprovecha la atención del lector y en una vuelta de tuerca le hace pasar de un escenario de añoranzas amorosas a un entramado “noir” de periodistas detectives.

El segundo y el tercero versan sobre la locura o la desgracia. Y el cuarto fue el que soportó la carga intelectual más pesada pero también más graciosa, muy propia del realismo mágico latinoamericano. Imaginen a un peluquero en Villaserena (un pueblo ficticio que evoca a Totora y toma ese nombre de la fantástica El día que murió el silencio de Paolo Agazzi), hablando con maestría del cuentista uruguayo Horacio Quiroga o, de modo casual, de Sigmund Freud. Aunque también encontramos antes en el libro a un reportero de un periódico de bajo presupuesto comparándose con el británico David Frost entrevistando a Nixon

En un cuento tradicional normalmente nos topamos con alguna encrucijada, un conflicto que hace que lo más importante ocurra en la mente del lector. En el libro de Jorge Patiño no hallaremos grandes intrigas que obliguen a los lectores a resolverlas. Por el contrario, estos cuentos esconden poco. Aquí el iceberg del que hablaba Hemingway se ve casi entero. El escritor no cae en roñerías y nos muestra la masa, así inmensa, no solo la cima. Y las segundas historias, las secretas, aparecen finalmente en escena.

Así como Chéjov o Carver ponen el acento en lo no dicho, Patiño le da énfasis a lo revelado, a lo contado, a lo efectivamente expuesto. A esos colofones existenciales a los que arriban sus personajes por distintas vías. Y es que como el mismo Jorge reconoce, “los personajes que transitan por las páginas de La vida era solo una hipótesis están rotos”. De ahí que todo sea un intento por recomponerse y compartir con los lectores sus vacilaciones, que son, a la vez nuestras vacilaciones.

El relato que más golpea, tiene que ver con una pérdida humana conjunta y el manejo dispar del dolor, que termina por separar a la pareja doliente. Y es que cuando el que debe consolar es también un sufriente, no hay contención posible y, por el contrario, el dolor se desborda. No hay cómo dividir ese mal ganancial de modo equitativo. En estos casos, la unión no hace la fuerza. “Es uno de los misterios del alma -dice uno de los actores del libro- que cuando está herida por un dolor muy grande, no tolera la compañía de otro que está sufriendo por el mismo motivo”.

Jorge Patiño nos acaba de entregar unos relatos sencillos, que no simples, con aire nostálgico. Con una narrativa dialogal plácida y entretenida. El autor se sacó sus ropas y se las vistió a un elenco muy variado para que interpretara los papeles por él. Algunos lo hacen de modo gracioso y otros se lo toman más en serio. Pero todos logran una obra que bien vale un desvelo. 

Daniela Murialdo es abogada y escritora



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