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Posición Adelantada | 22/02/2021

La verdadera reforma educativa

Antonio Saravia
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Nos cayó un nuevo balde de agua fría. Dolió, pero en realidad no fue una sorpresa. Nos lo esperábamos y sabíamos que el agua estaría helada.

Me refiero al artículo de Raúl Peñaranda en Brújula Digital del 11 de este mes que reporta que Bolivia ocupa uno de los últimos lugares en Latinoamérica en desempeño educativo. De acuerdo al artículo, ocupamos el puesto 13 entre 16 países en el ranking generado por el Tercer Estudio Regional Comparativo y Explicativo de la UNESCO a partir de exámenes de lectura y matemáticas. Días después, Manuel Contreras proveyó mayores detalles en un artículo publicado en El Deber. En una escala de cuatro niveles de desempeño, el 53,8% y el 62,2% de nuestros alumnos de primaria están en los niveles más bajos de lectura y matemáticas, respectivamente. Una tragedia por donde se lo mire.

Pero insisto, el desastroso estado de la educación en Bolivia no es una sorpresa. De hecho, llevamos más de un siglo tratando de diseñar e implementar políticas, planes y reformas que nos saquen del pozo. Desde la reforma educativa liberal de principios de 1900 se han escrito un sinfín de leyes y decretos con ese objetivo. Las reformas más amplias incluyen la reforma nacionalista de 1955, la reforma de Sánchez de Lozada de 1994 y la reforma del MAS del 2010 (ley Avelino Siñani y Elizardo Pérez).

Lamentablemente, nada ha logrado mejorar los resultados. Las leyes, decretos y reformas del pasado trataron de mejorar los síntomas, pero nunca enfrentaron la enfermedad. Se hizo énfasis en el acceso universal, en tratar de mejorar los contenidos, proveer más y mejores materiales y cambiar las normas pedagógicas. En la mayoría de los casos, además, las reformas sirvieron para incluir elementos adoctrinantes de la ideología del gobierno de turno. Se ha gastado mucha tinta y mucha plata, pero las cosas siguen igual o peor. Cada nueva generación condenada a un rezago crónico con el resto del mundo.

¿Cómo se sale de este estancamiento? ¿Cómo hacemos para que los maestros estén bien preparados y pongan el mejor de sus esfuerzos en las aulas? ¿Cómo hacemos para que la malla curricular se actualice constantemente y se enseñe lo que requiere el mundo de hoy? ¿Cómo hacemos para que la oferta académica crezca y se desligue de influencias políticas e ideológicas?

La respuesta a todas estas preguntas está en una sola palabra: incentivos. Una verdadera reforma educativa no debe preocuparse de formar maestros, de cambiar el currículo, de cambiar la pedagogía, de proveer materiales y menos de adoctrinar políticamente. Una verdadera reforma educativa debe proveer la estructura institucional (las reglas del juego) que haga que los involucrados en la educación tengan los incentivos de hacer todo eso por sí mismos. Y digámoslo fuerte y claro: la única forma de generar esos incentivos en un país como el nuestro es privatizando la educación. Si el grueso de la educación sigue siendo provista por el Estado en compadrazgo con los magisterios trotskistas, nunca saldremos del pozo aun si nos pasamos este nuevo siglo aprobando más reformas.

En cualquier actividad, los incentivos los genera la competencia. Pero cuando el sistema esta cooptado por políticos y sindicatos la competencia es mantenida a raya. Pensemos primero en los maestros. Un maestro tendrá incentivos a estudiar, hacer postgrados, preparar mejor sus clases y actualizarse pedagógica y tecnológicamente, si sabe que su cargo en un colegio está constantemente amenazado por otros maestros que hacen lo mismo buscando su oportunidad. Los maestros del sector público en nuestro país no tienen ese incentivo en absoluto. Graduarse de la Normal les garantiza un trabajo de por vida. Es más, si no les suben el sueldo cada año o existe la amenaza de cerrar alguna escuela fiscal, ahí está el poderoso magisterio trotskista que incendiará el país hasta que el gobierno ceda a sus presiones.

Pensemos ahora en los establecimientos educativos. Una escuela o colegio tendrá incentivos a mejorar la malla curricular, contratar mejores maestros y preocuparse de su infraestructura y pedagogía, si sus alumnos (que son sus clientes) tienen otras opciones en la competencia. En un mundo en el que los colegios compiten ferozmente entre ellos, la mejor campaña de marketing es publicar los resultados que sus alumnos logran en exámenes internacionales o las universidades a las que estos acceden. En un ambiente de competencia, la calidad y la reputación son la mejor propaganda. Pero esto no sucede ni sucederá nunca en el sector público. Las escuelas fiscales no están interesadas en competir por estudiantes porque su ingreso no depende de ellos sino del Estado. Debemos, por tanto, devolverle a las familias y a la iniciativa privada la responsabilidad de educar a nuestros hijos. Solo así los incentivos se alinearán con los resultados que todos queremos.

Una verdadera reforma educativa debe incrementar la competencia eliminando los impuestos y reduciendo las regulaciones a toda empresa que quiera poner una escuela. Estas deberían poder contratar libremente y tener amplia potestad definiendo mallas curriculares y la mejor manera de atraer estudiantes. En cuanto a la demanda, hay que dejar muy claro que privatizar la educación no significa en absoluto abandonar a las familias más pobres. El complemento natural de un sistema de educación privado es un sistema de vouchers o cheques educativos que el gobierno entregaría a las familias para que estas puedan pagar, total o parcialmente, el colegio que escojan para sus hijos. Los vouchers empoderan a las familias para que se conviertan en clientes con derecho a exigir calidad y moverse buscando la mejor opción. Así pasa en Suecia, Holanda, Francia, Alemania, Nueva Zelanda, muchos estados de EEUU, y muchos otros países con los mejores resultados PISA 2018. Y, por supuesto, en Chile, el país que lidera los resultados del ranking donde Bolivia es actualmente el número 13.

Antonio Saravia es PhD en economía (Twitter: @tufisaravia).



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