Hasta bien entrado el siglo XX en Bolivia, los niños solo tenían acceso a un tipo de dulce artesanal elaborado básicamente con azúcar y colorantes. Era la popular chamuña, que todavía se vende en algunos puntos que congregan a los nostálgicos. En realidad se trata de un sinónimo de dulce, por lo que no es extraño que esta palabra de origen quechua sea parte de la conocida frase “la venganza es chamuña”.
La referencia viene a cuento ahora que el gobierno ha retomado su agenda de persecución de líderes opositores. Esta vez las fuerzas de la policía, con todo y los profesionales de la “inteligencia” básica del estado se trasladaron a la ciudad de Potosí para ajustar cuentas con algunos dirigentes incómodos del Comité Cívico Potosinista (COMCIPO), pero en especial con Marco Pumari, uno de los líderes de la insurrección civil que resistió el fraude electoral de octubre de 2019 y que finalmente llegó hasta el propio hall de Palacio de Gobierno para participar de la ceremonia “oficial” del derrocamiento, junto al líder cruceño Luis Fernando Camacho.
Como se suele decir en el lenguaje popular, a Pumari se la tenían jurada. Fue en su momento uno de los dos enemigos más importantes de Evo Morales y, por su origen indígena, se creía que podía desarrollar un liderazgo alternativo al del expresidente y con similar efecto desde el punto de vista simbólico.
Magnifico orador de plaza pública y motivador de multitudes, Pumari se ganó rápidamente el respaldo y el respeto de la ciudadanía movilizada en todo el país luego de las elecciones frustradas de 2019, pero posiblemente no fue del todo cauteloso para administrar su imagen y aspiraciones en el camino a los nuevos comicios de 2020. Como dirigente sindical y cívico le fue muy bien, pero como candidato vicepresidencial en la formula encabezada por el cruceño Luis Fernando Camacho, las cosas le salieron bastante mal.
A diferencia de Camacho, que fue elegido gobernador del Departamento de Santa Cruz en las elecciones sub nacionales de este año, Pumari no corrió con la misma suerte en Potosí y quedó sin una red política y social de protección, lo que lo hizo presa fácil para la planificación de la venganza oficial.
Las acusaciones que pesan sobre Pumari son risibles. Dicen que fue parte de la “turba” que incendió las oficinas del tribunal electoral potosino en 2019, pero que se sepa nadie ha sido privado de libertad por esos y otros hechos de violencia que marcaron los días turbulentos previos a la huida de Evo Morales.
En otros casos parecidos e incluso más graves, como la quema de casi la totalidad de los buses de la flota del Puma Katari en la ciudad de La Paz, tras ser identificados y procesados los sindicados fueron liberados de toda culpa y hasta tuvieron el tupé de lanzar acusaciones contra los propios denunciantes.
Pero Pumari forma parte de la agenda de venganza. Tal vez el más interesado no sea el presidente Arce, porque a fin de cuentas él se tomó con relativa calma el desenlace de las movilizaciones de hace dos años, pero con certeza la mano de Evo Morales y de varios de sus antiguos colaboradores está detrás de la planificación y ejecución de éste y de todos los atropellos a los derechos humanos y libertades que tienen lugar desde que el MAS asumió nuevamente el control del gobierno.
La presión de Morales en cierta forma obliga a Arce a asumir riesgos políticos muy serios y acentuar la percepción negativa sobre la gestión gubernamental. Desde el principio de su gestión el presidente se vio en la necesidad de confirmar su lealtad asumiendo como propio el discurso hostil de la revancha.
En el juego de las dos agendas, la de Arce y la de Evo Morales, hasta ahora se ha impuesto la del ex mandatario y, de buena o mala gana, el actual ha aceptado pagar las consecuencias, incluso con la posibilidad de ser visto como una suerte de “fusible” para un eventual escenario de retorno de su antecesor.
Pero en Potosí parece que “venganza” y “oportunidad” por primera vez van de la mano. Morales quiere ver presos a todos los que tuvieron que ver con su caída, incluido Pumari por supuesto, y Arce necesita el control de Potosí para avanzar con el proyecto del litio.
La ciudad de Potosí, junto a Santa Cruz, ha sido desde hace varios años uno de los bastiones de oposición más importantes de la oposición al MAS. A Evo Morales le costó lidiar con los potosinos y más de una vez fue declarado persona no grata sobre todo por haber desconocido los resultados del referéndum del 21 de febrero de 2016.
En el radar gubernamental, el departamento de Potosí tiene un lugar central, tal vez porque el futuro de la economía boliviana está cada vez más vinculado a la posibilidad de explotación de la inmensa reserva de litio en el Salar de Uyuni. Un reciente reportaje publicado por el semanario británico The Economist, reveló que en los últimos años la demanda de ese metal ha sobrepasado con mucho a la oferta, lo que abre buenas perspectivas para el negocio en Bolivia.
Pero negociar con Potosí no es fácil y menos con el tema del litio. No lo fue a principios de la década de los noventa del siglo pasado, cuando el gobierno de Jaime Paz Zamora tuvo que retroceder en su intención de adjudicar la explotación del salar a la empresa Lithco y seguramente no lo será ahora que la administración de Arce busca fórmulas mixtas para empujar un proyecto que podría ser el salvavidas económico del país, precisamente en el momento en que la era del gas parece haber llegado a su fin.
Sin el auge de los precios del gas en por lo menos 10 de los 14 años de su gobierno, Morales posiblemente no habría pasado de una reelección y Arce no hubiera sido el “artífice” del “milagro” económico boliviano. Ahora que el futuro tiene mucho que ver con lo que ocurra con la reserva del Salar de Uyuni, uno de los más grandes del mundo, la venganza tiene el sabor de la “chamuña”, pero también un innegable gustito a litio.
Hernán Terrazas es periodista y analista