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Posición Adelantada | 27/07/2020

La salud no es un derecho

Antonio Saravia
Antonio Saravia

Vivimos uno de los momentos más críticos en términos de salud. Los sistemas colapsan, los hospitales y los médicos no dan abasto, la gente recurre al cloro y a otros medicamentos “milagrosos,” y muchos no tienen otra que quedarse en casa esperando lo mejor y temiendo lo peor.

Hoy más que nunca la salud es una prioridad y es entendible que la gente la reclame como un derecho. Así está tipificada además en la Constitución de 2009 junto a una larga lista de otros “derechos” como la educación, el agua, la alimentación, la vivienda, el alcantarillado, la electricidad, el gas domiciliario, el empleo, etc. Está claro que deseamos fervientemente que todos tengan acceso a servicios de salud y el papel aguanta todas nuestras buenas intenciones. La testadura realidad, sin embargo, es que ni la salud ni ninguno de los bienes o servicios en esa lista es o puede ser un derecho.

¿Qué significa que la salud sea un derecho? Significa que por el hecho de existir toda persona puede exigir, amparada en la Constitución, que se le otorguen servicios de salud. Esto quiere decir acceso a hospitales, doctores, medicinas, etc. Y ¿a quién se le exigiría todo eso? Al gobierno, por supuesto. Y, ¿cómo hace el gobierno para financiar todos estos servicios (porque no son gratis)? Cobrando impuestos. Es decir, cuando decimos que la salud es un derecho, en el fondo estamos diciendo que es legítimo obligar a unos (a través de impuestos) a proveer estos servicios para otros. Así de simple: los derechos sociales implican una imposición. La demagogia progresista trata de disfrazar esta imposición como instrumento de una “sociedad solidaria,” pero esto de solidario no tiene nada. La solidaridad es voluntaria por definición. Los impuestos son, en cambio, una obligación respaldada con violencia: si Ud. no paga lo meten a la cárcel.

Esta definición es tremendamente importante. Si no tenemos claro que el derecho a la salud genera una imposición, las consecuencias pueden ser desastrosas. Primero hay un elemento moral al que no se le puede hacer el quite. ¿Es moral obligar a unos a pagar por la salud de otros? Cualquiera sea su posición ideológica, si usted está de acuerdo con que la salud sea un derecho, debe también justificar su respuesta a esta pregunta. Segundo, para hacer efectivo el derecho a la salud el gobierno no solo cobra impuestos, sino que también construye y administra hospitales públicos, controla los precios en farmacias y clínicas privadas, e incluso amenaza a estas últimas con expropiarlas o nacionalizarlas si fuera necesario. Al final del día tenemos un sistema de salud cooptado y controlado por los políticos de turno que no provee salud sino ineficiencias.

La primera y más obvia ineficiencia es que los impuestos que se cobran para proveer derechos reducen los incentivos a trabajar y crear empresa (por lo menos en el sector formal). Esto estrangula la creación de empleo y riqueza. Con el fin de proveer derechos, Bolivia tiene 42 diferentes tipos de impuestos y el país está en el puesto 186 de 189 países en el índice de facilidad de pagar la carga tributaria de PriceWaterhouseCoopers. La segunda ineficiencia está en la producción de salud pública que se caracteriza por el mal servicio y la corrupción. ¿Puede usted nombrar un solo período en nuestra historia en que la salud pública fue eficiente y de calidad? La tercera ineficiencia está en la regulación de la actividad privada. Si el gobierno controla los precios de clínicas y farmacias privadas y las amenaza con expropiación, los incentivos a traer más medicamentos o abrir nuevas clínicas desaparecen rápidamente. El resultado de todo esto es que tenemos un sistema público que no funciona adecuadamente y ningún incentivo para desarrollar un sistema privado dinámico y competitivo cuando más lo necesitamos.

El objetivo es claro. Queremos que la gran mayoría de las personas tenga acceso a servicios de salud eficientes a precios razonables. Pero eso no se logra escribiéndolo en la Constitución. La salud no es un derecho sino un bien económico (no es gratuito) y por lo tanto su producción y asignación serán eficientes a través de mercados libres. Eso significa un respeto estricto de la propiedad privada (menos impuestos, menos controles de precios y menos amenazas de expropiación). Solo así se generarán los incentivos para desarrollar una oferta competitiva que hará que el servicio sea cada vez mejor y los precios cada vez menores. 

Antonio Saravia es PhD en economía.



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