¿Por qué la gente emigra? ¿Por qué un buen día las personas deciden
sacar las raíces de su terruño para trasplantarlas a otra tierra lejana y
ajena? ¿Y poner entre uno y uno mismo, una distancia de por medio? ¿Y dejar
atrás la casa de la infancia, las calles de la adolescencia, y esa plaza, esos
días festivos, esa promesa de una comunidad que no fue? ¿Y qué nos dice cuando
este fenómeno de fluidez humana se multiplica por cientos, miles y hasta
millones de personas que motorizan su valija existencial?
Carlos Villagómez (CV) en su columna “Utama” (La Razón, 5/5/2023) describe con dulzura Santiago de Chuvica, “el espacio sin aliento del Ande, bajo la luminosidad más hiriente del planeta (…) ese manto terroso e infinito”, para luego resaltar que “la historia se estructura alrededor del marchitamiento de los suelos con el desecamiento de los pulmones de Virginio. El joven director reúne al territorio y al ser humano en una enfermedad terminal, como una representación simbólica de la decadencia de nuestra naturaleza y sociedad en los albores de un siglo que solo vaticina catástrofes y desencantos. Por ello, pienso que Utama va más allá de su excelsa visualidad y plantea una textualidad que entrevé la desoladora ideología contemporánea de las nuevas generaciones; y eso dice mucho de la sensibilidad de Alejandro Loayza Grisi.”
Las áreas rurales se vienen vaciando sin pausa y, en determinadas coyunturas, con radical prisa. El vector es rotundo en su dirección de desplazamiento: va de lo rural a lo urbano. No viceversa. De esta manera, la vida rural y campesina, se va transformando en la promesa de una comunidad que deja de ser atractiva y promisoria, para convertirse en una expulsora. Migran los indígenas a las ciudades, y al hacerlo, desvitalizan el área rural y la cultura indígena. La demografía y la migración son el mensaje: la promesa de la ciudad les atrae, y con el tiempo, como a todos sus habitantes, les irá moldeando sus miradas (más extrovertidas y cosmopolitas), abrirá sus oídos a la diversidad de voces (propia de toda ciudad y en multiplicación constante), y también reformateará y tensionará sus espíritus (la ciudad es una rotonda donde se pueden seguir caminos muy distintos, y cuanto más grande y cosmopolita, mayores son las posibilidades).
¿Y qué sucede con las identidades en las modernas ciudades? Las heredadas dan paso a las producidas por la intensificación que acarrea la modernidad: problematizarlo todo (género, sexualidad, alimentación, procreación, ideología, residencia, eutanasia, espiritualidad, ecología, animalismo, sumando y siguiendo), por ende, la toma de decisiones se instala en el núcleo de nuestras vidas. Cara/contracara. Pensar/optar. Nada es porque es; sino por las razones que presenta para ser y justificarse en la polifonía ciudadana.
La ciudad nos instala en el sentimiento dramático de la vida, porque nos abre , a unos y a otros, al reto de una vida conjunta, donde todos vamos levantando las raíces que nos son más queridas, o sea, revisamos y cuestionamos nuestras creencias más entrañables; entonces, la ciudad no es el espacio de lo dado y lo estacionario, sino donde la vida se va dando y donde todos, por un momento luminoso, descubrimos nuestra radical apertura a la otredad, no sólo a los otros, sino donde nosotros mismos vamos convirtiéndonos en un otro diferente y hasta (a veces) remozado del que fuimos en nuestra niñez y adolescencia.
La ciudad, finalmente una hechura de migrantes, nos instala y nos invita de manera perpetua —¡como ningún otro espacio en el planeta!—, a dejar atrás ese otro que fuimos y a optar entre esa otredad tumultuosa que se muestra, interpela y sacude desde las cuatro esquinas urbanas. La ciudad es una experiencia revolucionaria, y es bueno conocer la hondura de la transformación a la que nos invita a los viejos y nuevos migrantes en la morada del ser.
César Rojas Ríos es comunicador social y sociólogo.