Cuando asumió la presidencia el 12 de noviembre de 2019, en medio de las expresiones de júbilo y alivio de una sociedad movilizada que había reconquistado en las calles el derecho a elegir a sus autoridades sin trampa, nadie se iba a imaginar que poco más de un año después, la expresidente Jeanine Añez iba a ser protagonista de un calvario político sin precedentes en la historia democrática de Bolivia.
Presa sin causa real, ni juicio, y objeto de un sistemático e inhumano maltrato, Añez simboliza la fragilidad de una oposición en retirada, dispersa y confusa, que todavía no acierta a descifrar las razones de su fracaso y que, por tanto, tampoco sabe cómo hacer frente a un adversario con más de 14 años de manejo abusivo e innegablemente efectivo del poder.
En realidad, de una u otra manera y aunque no lo admitan, todos los liderazgos opositores ocupan un lugar al lado de la ex mandataria. Presos de sus limitaciones y de su escasa capacidad para leer adecuadamente al país, celebran victorias pírricas internacionales –la inhabilitación indefinida de Evo Morales es una de ellas– o se enfrascan en prolongados debates sobre temas que posiblemente no están entre las principales preocupaciones del ciudadano común: ¿fue golpe o fraude? La triste agenda política impuesta por un gobierno que solo ejecutó hasta ahora su plan de venganza.
Es verdad. La reelección indefinida no es un derecho humano. Eso vale hacía adelante para quien caiga en la tentación de la prórroga eterna, pero en Bolivia a lo sumo sirve para decir que Evo Morales intentó burlar incluso los principios democráticos y las normas constitucionales, invocando un supuesto “derecho” que no correspondía. Satanizar a Evo Morales a estas alturas es ya un ejercicio tardío. Es pasar del fuego a las brasas la trayectoria de un personaje que es incómodo para sus propios compañeros de partido.
Que el desconocimiento de los resultados del referéndum del 21F haya sido el origen de todo lo que vino después, violencia y muertes incluidas, será seguramente motivo de una nueva y prolongada polémica, útil para un gobierno que hasta el día de hoy y con más de medio año encima todavía no sabe cuál camino elegir en muchas de las áreas de la administración. Quedarán en evidencia los responsables con sus culpas, pero desgraciadamente no se podrá borrar la historia.
Las investigaciones sobre los hechos de octubre-noviembre del 2019 arrojan luz sobre muchos temas que habían sido controversiales. El informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) insinúa cierto equilibrio, aunque son más los argumentos que validan las teorías oficiales que las denuncias opositoras. En todo caso, el ruido hacía adelante recogerá música de ambas partes y será muy difícil alcanzar un desenlace armónico.
No se trata de desmerecer las gestiones realizadas por líderes de oposición ante organismos internacionales para conseguir pronunciamientos equilibrados y objetivos sobre polémicas internas. Es más, hay que valorar el esfuerzo, pero de ahí a que eso sirva para desmontar la estrategia de poder del gobierno o para construir la plataforma de nuevas candidaturas hay una enorme distancia.
El objetivo de la narrativa gubernamental de convertir a Bolivia en un país prácticamente monotemático se viene cumpliendo a cabalidad, sin importar que el “fuego amigo” genere algunas bajas y daños propios. De hecho, que Evo Morales aparezca como el principal responsable de todo lo malo que vivió el país a fines del año 2019 y que eso sea ratificado incluso por instancias como la OEA, no debe ser algo que preocupe mucho al presidente Luis Arce, entre otras cosas porque es probable que la debilidad de Morales le permita gestionar algo más de fortaleza.
En el propio Movimiento al Socialismo (MAS) hay gente que ya quiere erigir la estatua de su actual líder, como un homenaje y reconocimiento, pero también para inmovilizarlo definitivamente y dar a luz un proyecto menos centrado en caudillos. Vale más un caudillo en bronce, que uno intentando ser la sombra del poder. La victoria de Arce en las elecciones del año pasado los hizo conscientes de que Morales no es imprescindible, ni invulnerable, aunque en la pública la sigan rindiendo pleitesía.
Que Evo Morales reciba las balas no significa que el gobierno se debilite. Todo lo contrario: las arremetidas continúan, la polarización se acentúa y la visión de venganza se agudiza.
Y claro, Jeanine Añez continuará en prisión, como muchos de los que trabajaron con ella y que están detenidos en las mismas condiciones y habrá otros más que corran suerte parecida, entre otras cosas porque nadie, ninguna organización promotora de los derechos humanos, ningún líder –a excepción de Carlos Mesa que lo hizo en sus redes sociales– o partido político ha salido sistemáticamente a la palestra nacional e internacional para exigir la liberación inmediata de la expresidenta.
Hay algunas expresiones aisladas y tímidas, como si por acercarse mucho a este tema se estuviera expuesto a ser considerado parte de la infamia del golpe. Los mismos que en 2019 promovieron la salida constitucional que permitiera la sucesión de Añez y que celebraron su accidentada llegada y posterior proclamación, hoy prefieren no comprometerse más allá de la prudencia política, como si eso les permitiera prolongar su agónica vigencia.
Jeanine Añez es la presa de todos. De los que ordenaron su captura y la mantienen encerrada sin causa, ni juicio, de los que huyeron y la abandonaron a su suerte, de los líderes que ni siquiera han intentado asomarse a la puerta de la cárcel para saber de su estado o protestar por la injusticia y, en general, de una sociedad que ha encontrado en la apatía una suerte de refugio para su frustración.
Hernán Terrazas es periodista y analista