En esa época se discutía la elección de un puerto sobre el Pacífico, Chile o Perú, para la salida del hidrocarburo. La racionalidad técnica inclinaba la decisión hacia Chile, mientras que el patriotismo de pupitre y una bien orquestada campaña promovida desde Torre Tagle (la Cancillería peruana), señalaba al remoto Ilo como el punto de salida “políticamente” más adecuado, pero con certeza técnicamente inviable.
Al final, como suele ocurrirnos a los bolivianos, la discusión se prolongó por más tiempo del esperado y se venció el plazo de los compromisos de compra en California. Obviamente los estadounidenses no nos iban a esperar tranquilamente, mientras se les apagaba la luz. A fin de cuentas, ellos hablaban de negocios y nosotros de política.
Fue así que nos quedamos con el gas –cosa que muchos celebraron–, pero sin el negocio y con pocas perspectivas de que se concretara el sueño de convertir a Bolivia en el corazón energético del continente.
Con el tiempo se dieron cosas curiosas. Primero se dijo que no exportaríamos a Chile ni una molécula de gas. Luego se supo que muchas moléculas del gas boliviano llegaban a las cocinas y estufas de los chilenos a través de Argentina y que Perú había aprovechado nuestros conflictos para llevar su hidrocarburo desde Camisea hasta California.
Con la nacionalización posterior aumentó el flujo de ingresos, porque los precios internacionales de referencia del gas alcanzaron picos históricos que no se volvieron a repetir después de 2014 y se mantuvieron las cantidades de venta contratadas por Argentina y Brasil.
Fueron tiempos de bonanza y despilfarro. Vivimos con intensidad el presente, como si fuera imposible que las cosas cambiaran en el futuro. Y poco a poco, llegaron las malas noticias.
Primero la baja de los precios del petróleo –que mejoró algo, pero volvió a desplomarse–, luego la paulatina disminución de la producción de los pozos existentes y más tarde la constatación de una caída en las reservas de nuestro gas. A eso se sumarían los cambios en Argentina y Brasil. Menos moléculas para los vecinos, más problemas para la economía boliviana.
El único que no parece ver este panorama gris es el propio Gobierno, que no sólo hace política con plata ajena mediante el doble aguinaldo, sino que sigue insistiendo en que negociará nuevas ventas de gas con privados en Brasil y Argentina. No habla de volúmenes ni de ingresos, porque las cosas ya no dan para los discursos triunfalistas.
Como ocurrió hace casi 16 años, la historia se complica en pleno proceso electoral, nada más que ahora el problema no es sobre si queremos vender más gas y llegar a nuevos mercados, sino todo lo contrario. El hidrocarburo escasea, los mercados se cierran y las ventas caen.
En ese escenario, el referéndum del gas por el que los bolivianos nos cortamos las venas hace años, parece ridículamente trágico y el tropezón con la realidad demasiado duro como para que nos podamos poner de pie rápidamente.
El año que se va fue de pérdidas y muy graves. Perdimos con Chile la batalla diplomática más importante para recuperar gravitación sobre el Océano Pacífico y ahora estamos a una molécula de perder la nueva guerra del gas en los mercados próximos y todavía más en los lejanos.
Las viejas razones que motivaron la insurrección popular y el derrocamiento del neoliberalismo cobran una suerte de nueva vigencia, aunque esta vez de manera paradójica podrían transformarse en el origen del derrumbe populista. Y en medio de todo, Bolivia y los bolivianos, otra vez con la esperanza a cuestas.
Hernán Terrazas es periodista.