Si algo aprendieron los gobernantes cubanos a lo largo de varias décadas de control férreo del poder es a ser pragmáticos. Están con quien les conviene y les puede ofrecer algo. Necesitan más de gobiernos aliados, que de personajes simbólicos. Aunque su experiencia con los Castro parece desmentirlo, ahora les interesan más los procesos que las personas.
Cuba ya no es exportadora de revolución, como pretendió con más fracasos que éxitos en la década de los sesentas, pero su arsenal estratégico de inteligencia todavía funciona. Dicen que son hábiles para crear historias – narrativas – y para ayudar a desprestigiar adversarios. No son buenos con la democracia, pero están conscientes que ya no son tiempos de insurrección armada.
En Bolivia seguramente ayudaron a Evo Morales desde que se convirtió en un serio aspirante para llegar a la presidencia. Los hermanos Raúl y Fidel Castro hicieron muy buenas migas con el venezolano Hugo Chávez y, con él y los petrodólares, insuflaron nueva vida al discurso de la patria latinoamericana, más inspirados en la figura de Simón Bolívar, que en la más incómoda del Che Guevara. Y les venía muy bien, por supuesto, la imagen de un indígena “rebelde” para añadir descolonización al discurso.
Aunque hubo otros “rebeldes” en la lista de espera boliviana que hicieron fila para ser bendecidos por la espada bolivariana, como la periodista Cristina Corrales, Hugo Chávez se inclinaría finalmente por Evo Morales, a quien, en agosto de 2002 en las escalinatas de Palacio Quemado, precisamente cuando Sánchez de Lozada había jurado por segunda vez a la presidencia, le dijo “tenemos que hablar, indio”. Desde entonces hablaron…y mucho.
Chávez fue el puente para que Morales pudiera llegar a Cuba, el gestor para que los vientos revolucionarios vuelvan a la región, pero esta vez a través del voto. Allí nació una sólida relación que daría mucho que hablar en los siguientes años.
En la plenitud de sus respectivas carreras políticas, Chávez y Morales se convirtieron en los principales herederos de los octogenarios hermanos Castro. Pero, además fueron, en el caso del venezolano, la principal fuente de recursos y petróleo para una revolución agonizante como la cubana y, en el del boliviano, el símbolo de una reivindicación tardía luego de la derrota militar de Che Guevara en Ñancahuazu.
Con la muerte de Hugo Chávez en 2013 y la de Fidel Castro en 2016 parecía que Evo Morales iba a quedar como el referente más importante de la izquierda en América Latina, pero nunca pudo asumir ese rol, pese a que, de todos los países de la región que habían elegido ese rumbo ideológico, Bolivia era el único que podía presumir de haber hecho la “revolución” con buenos resultados económicos, algo infrecuente en ese bando.
Mientras Venezuela se parecía cada vez más a Cuba y Nicolás Maduro hacía malabares para enfrentar sucesivos récords inflacionarios, Morales vivía los años dorados del crecimiento del PIB, el incremento histórico de las reservas y una inflación anual por debajo del 3%, indicadores envidiables en Caracas y también en Buenos Aires. Pero, por alguna razón, eso tampoco era suficiente para ser el sucesor regional de Chávez. ¿Discriminación en la revolución? Quizás.
En realidad, siempre hubo una actitud paternal de Chávez y Castro con el líder boliviano. Incluso Maduro, con todo y las adversidades que marcaron gran parte de su gestión, no permitió que nadie le quitará el lugar de heredero del fallecido jefe bolivariano.
La gran frustración de Morales fue no eternizarse en el poder como hubiera querido y como hicieron Fidel Castro, Hugo Chávez, Daniel Ortega y el propio Maduro. En 2019, luego de intentar, por medios fraudulentos, eludir una segunda vuelta electoral con Carlos Mesa y por ello enfrentar una resistencia cívica en todo el país, tuvo que presentar su renuncia y huir hacia México y Argentina.
En cuanto se convirtió en un líder de a pie, con todo y un forzado romanticismo revolucionario relacionado con su supuesto exilio, Evo Morales comenzó a pasar rápidamente a la historia, sin el aura a veces heroica que les dio la muerte a Chávez y Castro, y sin el espacio de legalidad democrática para volver con un nuevo proceso electoral.
A diferencia de sus colegas de Cuba y Venezuela, que se alejaron del poder por la vejez, la enfermedad y la muerte, Morales no pudo superar el estigma de la trampa y tuvo que compartir su liderazgo con un nuevo candidato dentro de su partido, Luis Arce, quien llegó a la presidencia con más voto popular que el ex mandatario, aunque quizá sin la consistencia ideológica del proyecto que había llevado 14 años antes a Evo Morales al poder.
Para un caudillo en vida y sin mando, el llano es un paisaje abrumador. Sin poder, pero sobre todo sin la ritualidad que acompaña su ejercicio, se sienten acorralados por su propia inseguridad y egolatría, y prefieren la destrucción de todo antes de que venga alguien y ocupe su espacio. Definitivamente Morales tuvo que soportar no solo el no haber sido digno de heredar los laureles cesáreos de Chávez y Castro, sino el haber vivido para experimentar la soledad.
Tal vez por eso, ahora que volvió de Cuba sin que le hayan dado la razón en su cada vez más desgastante pelea con Luis Arce, Morales sintió que La Habana no es más el destino para un líder en retirada y que la revolución de la que tanto habló también deja líderes en el camino y en la desolación.
Hernán Terrazas es periodista