El Presidente perdió respaldo por varias razones. En primer lugar, sencillamente porque hay mucha gente que piensa que después de 14 años ya es suficiente y quiere que se produzca un cambio. Los años transcurridos fueron de acumulación de poder, pero también de múltiples debilidades que comenzaron a transformarse en pesadas facturas políticas.
En una sociedad democrática y libre, la basura no puede esconderse por mucho tiempo. Tarde o temprano se hacen evidentes los hechos de corrupción y los aspectos negativos terminan por extender su mancha sobre todo lo demás, aunque la propaganda –más abrumadora que nunca en esta gestión– haya buscado poner el énfasis en la elegancia del traje invisible del rey.
Bolivia ha vivido un prolongado periodo de crecimiento económico, que no se compara con ningún otro de la historia. Como se dice en términos simples, fue una época donde sobró la plata, pero posiblemente faltó la creatividad gubernamental para darle un mejor uso.
Si uno observa el país de hace 14 años, es obvio que hay diferencias. Menos pobres, una clase media más vigorosa y un mercado en parcial expansión, que alienta la ilusión del consumo y que insinúa una prosperidad, pero de bases endebles. No es que de la noche a la mañana los que ascendieron a ingresos de clases media puedan volver a caer, pero es muy probable que en los venideros tiempos de ajuste deban hacer dramáticos equilibrios.
Pero la infraestructura continúa siendo pobre, comparada con la de otros países que crecieron menos e invirtieron más en esta área. La salud es, por decir lo menos, un desastre, con asignaciones presupuestarias que apenas superan las de Haití y conflictos interminables que tienen que ver precisamente con la falta de insumos, de adecuado equipamiento y otras limitaciones. Hasta hace muy poco, por ejemplo, el esterilizador del instrumental quirúrgico del hospital Obrero era una donación estadounidense de fines de la década de los 40, una reliquia.
La educación, lejos de ser “liberadora”, sigue sometiendo a los bolivianos a una suerte de cepo de incompetencia. Bolivia es uno de los pocos países del mundo que elude la evaluación internacional y que se conforma con el examen interno, que únicamente destaca supuestos avances y esconde los penosos rezagos. El gobierno pregona avances en número de escuelas y cantidad de bonos por asistencia de alumnos, pero prefiere no hablar de calidad porque con certeza saldría perdiendo.
Al agotamiento de una sociedad para la que hasta hace no mucho la alternancia en el poder era un símbolo de democracia, deben sumarse algunas frustraciones y desencantos.
Hoy la corrupción es un fenómeno con raíces más perversas que en otras épocas. Y lo es precisamente porque la gestión pública no es un espacio de mérito, sino e pertenencia y, usualmente, de complicidades partidarias, la fórmula perfecta para detonar conductas reñidas con la ética y la honestidad.
Los profesionales jóvenes, por ejemplo, saben que no tiene acceso a la administración pública, porque las vacantes son solo para los simpatizantes. ¿De qué sirve estudiar, en esas condiciones, si los títulos valen mucho menos que una recomendación política?
Vista de esa manera, la reelección no es una cuestión de completar una agenda
“patriótica” o cualquier otra consigna similar, sino que expresa la necesidad
de aferrarse al poder a como dé lugar con tal de mantener los privilegios.
Todos estos factores influyeron en la disminución del voto del MAS, pero no lo suficiente como para que la necesidad del cambio se convierta en un impulso automático que lleve a los electores a darle la espalda al partido de gobierno de manera contundente.
El MAS dejó de ser un proyecto político, con raíces populares, el momento en que se convirtió en el espacio de reproducción del poder de dos personas. El partido se redujo a sus dirigentes y resignó el impulso social.
La oposición, sin cabeza visible, pero con propósito claro, descifró las debilidades masistas y asestó un golpe político de la mayor relevancia en febrero de 2016. No solo fue el No a la reelección, sino el rechazo y a una forma de gobernar. Posiblemente 6 de cada 10 bolivianos se pronunciaron por decir no va más, pero su voto fue escamoteado.
Dispersas y sin liderazgo, las fuerzas de oposición –las representadas en la Asamblea y las nacientes– vieron en los resultados del referéndum la posibilidad de proyectar un futuro sin Evo Morales, pero no consiguieron articular un proyecto común. Las supuestas diferencias se impusieron a las obvias coincidencias y las partes reemplazaron a un todo que pudo haber sido más efectivo y victorioso.
La fuerza del Bolivia dijo No, que cautivó a una sociedad indignada, no fue capitalizada vigorosa y centralmente por nadie. Tal vez por eso al MAS se le hizo tan fácil no solo ignorar el voto y fraguar una salida constitucional para habilitar ilegalmente a sus candidatos, sino que llevó de la “manito” a la oposición a un proceso de elecciones primarias que solo sirvió para legitimar la candidatura Morales-García y restar absoluta eficacia a la estrategia de presión externa con la que se pretendió poner en evidencia el atropello del gobierno a la Constitución y las leyes. Por increíble que parezca, hasta el día de hoy la justificación legal de la repostulación es el supuesto derecho humano a reelegirse cuantas veces sea necesario.
Y el escenario no se movió mayormente desde entonces. Las encuestas reflejan algunos cambios, pero no determinantes y las campañas, menos intensas y polémicas que en otros procesos, sirven más para mantener que para aumentar.
No hay certeza sobre lo que puede pasar el 20 de octubre, entre otras cosas porque el 10 o 15% de votantes que se mantienen indecisos dirá su última palabra el día mismo del voto. En ese momento se verá qué es lo que pesó más en el ánimo de los que aun vacilan: si la necesidad del cambio para recuperar la democracia y fortalecer las instituciones, o la sensación de que es mejor garantizar la estabilidad y la continuidad.
En todo caso, la disyuntiva no parece estar entre dos nombres o liderazgos, lo cual es ventajoso quizás para Morales, sino entre un nuevo rumbo de características desconocidas –error de la campaña de Mesa el no haber generado un “paisaje” de cambio atractivo– y la realidad que hoy parece conformar a poco más de un tercio de los bolivianos.
Hernán Terrazas es periodista.