Para no ponerme grave
e intentar ecuaciones de tercer grado sobre las encuestas y el porvenir patrio,
decidí hacer aquí un collage, una
suerte de viaje en bus para visitar personas, lugares y dichos, solo para pasar
el tiempo. Es esa la necesidad popular en estas horas de apocalipsis, más que los
gestos de presunta sapiencia.
Para ese fin, nada mejor que comenzar como Barack Obama su discurso en Westminster Hall, el Parlamento británico. Obama contaba que le habían dicho que, antes de él, los últimos expositores allí fueron el Papa, Su Majestad la reina y Nelson Mandela. Y continuaba Barack: “o bien ese es un muy alto estándar (para Obama, como orador) o el comienzo de un muy divertido chiste”.
Obviamente que ninguno de los articulistas que somos inquilinos de esta página tenemos los predecesores de Obama en Londres, aquella vez. Aunque, pensándolo bien, se arribaría a un resultado distinto si se tasara la, a menudo, enorme autoestima de nosotros, los columnistas y opinadores. Quién sabe en ese caso la frase de Obama sí vendría al pelo. En esa tasación hallaríamos egos de jerarquía papal, alguna abeja reina y hasta justicieros que en el espejo no ven su descalabrado rostro sino el de Mandela.
A propósito de los Mandela apócrifos, para citar la punzada del político de derecha francés –luego presidente–, Valéry Giscard D’Estaing, a François Miterrand, socialista, hay quienes creen tener “el monopolio del corazón”. Y, encima, buscan denodadamente insinuarlo en público.
Ponerse en la espalda ciclópeas causas de justicia es un viejo truco para, luego, hacerse identificar con ellas y, de paso, también ser grandioso uno, por qué no. La vanidad es una serpiente de mil caras. Recomiendo por eso cautela, a los que aprecio. A los otros, no; sigan adelante, pasen ustedes, por favor. Al ver gente inflada con colosales banderas, se me viene pues a la mente la socarronería de Talleyrand acerca del Napoleón fracasado: “es una pena que el hombre no fuera flojo”.
Después medio que me arrepentí del tono de esta columna, porque el país no está para bollos ni tal vez para guasas, pero ya era tarde. Es que, la verdad, si un par de males más asolaran el país, sería para dudar si los santos de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días no están prontos a inaugurar, al fin, su esperado y definitivo ciclo de celebraciones de cierre, justamente en Bolivia. Si así fuese, sería incluso para extrañar, en su lugar, el dispendioso y “descolonizador”, pero (en comparación) inofensivo Dakar.
A propósito de los organizadores del Dakar aquí, los del MAS, la ineptitud de sus rivales –los del gobierno primero, pero no solo ellos– les ha dado nuevos bríos. Justo cuando pintaban formidables grietas en la coalición masista, cuando nombres de registro bíblico, como David y Eva, ya no estaban tan a gusto de compartir genealogía con derivados matronímicos, como Evo.
Esos impulsos para el MAS llegan en el instante en el que el nombre del jefazo corre el riesgo de quebrarse, tanto que ya es mejor guardarlo como a jarrón chino, para usar la imagen de Felipe González sobre los expresidentes. Debe ser que al MAS se le aplica lo de sus hermanos siameses del Río de la Plata, de quienes Perón decía: “los peronistas somos como gatos; cuando parece que nos peleamos, nos estamos reproduciendo”.
Para no entrar hoy a honduras políticas, que no es el objetivo, habrá que apelar a los santos de los últimos días para que pospongan su festividad o la muden a países más propicios, como Estados Unidos en sus elecciones de noviembre, por ejemplo. Finalmente los mormones, que es como conocemos a la Iglesia de los Santos de los Últimos Días, tienen origen en el norte, al grado que su fundador fue un Joe Smith, para mayores señas.
Mientras rogamos que eso ocurra, esperemos a ver si el odio de clases y étnico no nos llevan a cumplir esa emblemática sentencia atribuida al gobernante turco Erdogan, exitoso por lustros: “La democracia es como el bus, hay que bajarse al llegar a la terminal”. Con esto concluye también nuestro viaje. Servidos.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado.