No deja de ser tedioso debatir sobre lo que está bien y lo que está mal en el país. Desde hace años, más de 14, que no encontramos una salida a lo que viene pasando. Y parece que hacia delante no habrá muchos cambios.
Entre un gobierno que no quiere escuchar y una oposición que no encuentra la manera de hacerse oír, el círculo vicioso está completo.
Tenemos respetables líderes políticos opositores, bien preparados y elocuentes, que no convencen casi a nadie, pero que de todas maneras no piensan dar un paso al costado.
La única victoria opositora en estos casi 15 años no fue de un partido o un líder, fue de la gente, y los líderes sacrificaron ese extraordinario capital en unos cuantos meses.
La democracia dice que gana el que tiene más votos y eso es indiscutible pero en ninguna parte dice que el ganador ignore o desprecie a los que no votaron por él e intente imponer su verdad sobre el resto.
No es fácil vivir en una democracia de la venganza, donde el que llega no solo se vale de todos los recursos estatales a su alcance para destruir al que se fue, sino que además apela a todo con tal de quedarse indefinidamente.
Mal que bien hace 38 años, cuando la democracia daba sus primeros pasos, los acuerdos eran la base de cualquier esquema de gobernabilidad. Se hablaba con el adversario y se buscaban consensos mínimos para temas importantes y había alternancia oficialismo-oposición en el ejercicio del poder. No todo estaba bien, pero al menos se toleraba el cuestionar lo que estaba mal.
Bolivia no es un país polarizado como se nos quiere hacer creer. Hay diferencias y desigualdades que deben ser resueltas, discrepancias a superar, incluso visiones radicalmente contrapuestas, pero no estamos entre enemigos.
A lo largo de todos estos años nos enfrentaron en batallas inútiles y muchas veces imaginarias, pero lo más grave fue y todavía es que muchos repitan estas historias como si fueran ciertas y las transformen en fundamento de sus opiniones y elecciones.
Hay algo de tragicomedia en todo esto. Llevamos casi un año discutiendo sobre qué fue lo que en realidad pasó en noviembre de 2019, cuando la verdad es que hubo fraude y un levantamiento civil para hacer respetar la democracia. Perder el tiempo en buscar otra explicación se ha convertido en el deporte favorito del gobierno y de algunos medios que producen reportajes, realizan entrevistas y recogen testimonios para fabricar la realidad. Y nadie da vuelta esta página.
Puede uno estar aquí todo el tiempo o estar lejos, pero cuando vuelve es muy poco lo que cambia. Se polemiza sobre los mismos temas hasta el cansancio y eso acentúa y fomenta una audiencia apática y mediocremente politizada . Es la misma película y los protagonistas apenas cambian.
Hasta lo injusto se hace parte del día a día y termina por parecer normal que alguien este preso sin haber cometido ningún delito o que se celebre con un puño partidario la llegada de vacunas adquiridas con la plata de todos.
La nueva normalidad que se ha instalado en el país admite que un partido decida castigar las críticas de extraños y también de propios, que un tribunal constitucional esconda las sentencias, que los fiscales fabriquen casos o que los camiones saboteen a los trenes y el progreso. Ah…y lo peor es que todo eso se ponga en el mismo nivel que la absurda pelea por saber qué país es el dueño de la morenada.
Porque ya nada nos asombra, nada nos indigna del todo.
Es muy grave el "me da lo mismo" o el "esto nunca va a cambiar" o, peor aún, el "yo de aquí me voy", porque mientras más se repite más nos entregamos a "lo que venga", esa inercia tan funcional al interés de un poder que adormece la rebeldía.
Cuando un país pierde la noción de futuro, cuando la historia es un remolino sin aparente escapatoria, hay una sensación de desaliento y desgaste, de cansancio. Y la gente sigue su rutina sin la expectativa de otro rumbo o de la llegada a nuevas orillas.
Mientras unos cuantos decidan por todos y la democracia se limite a ser un montaje, será muy difícil superar la condición de meros espectadores que observan silenciosamente una obra de la que poco a poco van dejando de ser parte.
En la democracia de la venganza no hay espacio para todos, ni son bienvenidas otras ideas y, a fin de cuentas, a lo sumo queda la libertad de seguir las reglas del juego, pero no la de cambiarlas. Al menos eso es lo que se busca y, a veces, desgraciadamente se consigue.
Bolivia ha
ingresado a un escenario peligroso, similar al de Venezuela y Nicaragua, donde
el fuego de la rebelión ha ido apagándose bajo el peso de sucesivas
frustraciones y de errores políticos que representaron tremendos retrocesos. Lo
más grave es no saber si queda todavía tiempo para salir de ese camino o si nos
esperan largos años muy cerca del abismo.
*Periodista y analista político