La salud del
planeta, que se revisa cada año en las Convenciones de Partes (COP), tiene su cita
No. 27 del 6 al 18 de noviembre en Sharm el Sheij, el famoso balneario egipcio del
Mar Rojo.
La Agenda de este año está enfocada a los mecanismos financieros destinados a la mitigación de las emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI), con miras a mantener el incremento de la temperatura del planeta por debajo de los 2°C hasta fin de siglo, en cumplimiento del mandato de la COP 21 (Paris. 2015).
En la realidad muy poco se está cumpliendo de los acuerdos de Paris: la temperatura del planeta no para de crecer (+1.1°C desde la era preindustrial); el fondo financiero establecido en Paris no ha logrado recaudar los 100 mil M$ comprometidos por año; ni se ha logrado colocar esos fondos en proyectos y acciones a los cuales estaban destinados.
Al margen de la nunca suficientemente vilipendiada burocracia internacional y de la ineptitud de los gobiernos potencialmente receptores, dos acontecimientos han contribuido a echar agua en el fuego esperanzador de París. Me refiero a la pandemia COVID-19, que ha obligado a los Estados a reprogramar sus prioridades, y a la invasión de Rusia a Ucrania, que está teniendo efectos devastadores sobre la economía mundial, especialmente en los precios de alimentos, fertilizantes, combustibles y electricidad.
Una consecuencia global de la guerra es el incremento de los costos de la energía que afecta a los consumidores/electores. Con el fin de abaratar esos costos, los gobiernos de los países afectados están volviendo a utilizar fuentes de energía contaminantes (carbón) o anteriormente descartadas (combustibles nucleares), para paliar la insuficiencia y limitaciones de las energías renovables no convencionales. Paradójicamente, esos países entienden que precisan producir más electricidad “renovable”, pero se han visto obligados por la emergencia a gastar más en gas y petróleo.
En resumen, si bien la transición energética en los países desarrollados no se detiene, sin embargo avanza a pasos más lentos y, por tanto, se requerirá más tiempo para alcanzar las metas de los acuerdos climáticos.
¿No les recuerda la problemática del Censo en Bolivia? En teoría nadie se le opone, pero no faltan astucias, pretextos y razones para postergar su realización con el fin de que la aplicación de sus resultados no estorbe a los intereses sectarios de un gobierno “in-creíble” (al que nada se le puede creer).
Además, si el control de la salud del planeta se hiciera por cada órgano del cuerpo (no me pregunten cuál le correspondería a Bolivia), nuestro país debería ingresar a terapia intermedia. Siendo modestos consumidores de energías fósiles, estamos entre los primeros emisores de GEI per cápita debido a la quema provocada de cobertura vegetal y al cambio de uso de suelo, expansión de cocales y biocombustibles mediante. ¿Y qué decir del daño ambiental que infligimos contaminando, con siempre mayor desparpajo, el agua, el aire y la tierra para explotar oro, plata y metales del diablo?
Por eso, Bolivia requiere con urgencia de un Plan de Transición Energética, no solo para cumplir los compromisos asumidos, sino para afrontar la emergencia del fin del ciclo del gas, que arrastrará consigo el lastre del “rentismo” tan dañino para el desarrollo integral del país.
Se cumple este año el X aniversario de la Carta de los Obispos bolivianos “El Universo Don de Dios para la Vida” que, como toda profecía, ha caído en saco roto de moros y cristianos. Su llamado a luchar por una “ecología integral” sigue vigente porque, como reflexiona la Carta, el origen del daño ambiental está en el corazón del hombre, alejado de Dios, del hermano y de la creación.
Francesco Zaratti es docente e investigador físico, escritor y analista especializado en hidrocarburos