La palabra “carne” abarca a diferentes conceptos. Para un carnicero o una ama de casa es un alimento animal que se diferencia por su origen: bovina, porcina, ovina, equina, camélida, cunícola (de los conejos) y, dentro de otra categoría, avícola, aunque militantes del proceso de cambio no dejan de sorprendernos con sus emprendimientos de “granjas avícolas de leche”.
Para un moralista, la carne (¡femenina!) tiene más bien una connotación sensual: pecados, placeres e impulsos carnales son universalmente conocidos y ampliamente practicados para tener que extendernos en ellos, aunque una justa actualización debería incluir los placeres de los mariscos, de los postres y del poder.
Para filósofos y teólogos, la carne es la parte corruptible del ser humano, una definición que me atrae más de la clásica griega de “cuerpo y alma”. En efecto, en la cultura semita el hombre está hecho de carne y espíritu, que se manifiestan en un cuerpo (y un alma) carnal y espiritual. De hecho, el judío Pablo de Tarso abrazó esa distinción.
En cuanto al sentido metafórico, solo mencionaré, por cuestión de actualidad, la “carne de cañón”, particularmente el “corte” denominado “funcionarios partidarios”, abusados para diferentes fines políticos.
El uso alimenticio de la carne tiene importantes implicaciones. Son conocidas las prohibiciones, como la de comer carne porcina entre árabes y judíos, cuyas raíces, tal vez, sean geo-sanitarias. Diferente origen tendría la prohibición de comer carne de vaca en la India, debido al valor económico y religioso de ese animal. Los vegetarianos y veganos se abstienen de comer carne, mas no proteínas vegetales, y hasta le encuentran una justificación en el Génesis, argumentando que antes del pecado “original” el hombre era vegetariano (Gen 1,29). Sin embargo, ese mismo argumento nos llevaría a concluir que antes del pecado las serpientes caminaban (Gen 3,14).
Existen también implicaciones dietéticas: comer habitualmente carne animal (especialmente carne roja) incrementaría algunas patologías (gota, colesterol alto, paros cívicos prolongados). Por eso se recomienda alternar carne roja con carne blanca y pescado (mejor si es sin el mercurio, obsequio de nuestros cooperativistas auríferos).
Las religiones desconfían del consumo de la carne, tal vez para cuidar la salud corporal, la espiritual o la económica de sus fieles. Muchos católicos de mi tanda han observado eventualmente el precepto de abstenerse de comer carne los viernes, particularmente en Cuaresma, en señal de mortificación. Ese precepto no le caía mal al cuerpo, al espíritu y al bolsillo, siempre y cuando no se sustituyera el hueso de la sopa con salmón o mariscos.
Pero, por sobre todo, están las implicaciones ambientales: la elevada huella ecológica que deja la crianza de una vaca está detallada en la muy recomendable página web de la Fundación Solón. El consumo de agua dulce (15.400 litros por kg de carne, según la FAO), las hectáreas de pastos dedicadas a cada animal (5 Has en el Beni), los desmontes y quemas anuales de pastizales y las elevadas emisiones de los gases de efecto invernadero de la bosta suelen ser tolerados e apoyados por los gobiernos de turno. ¿Acaso a cambio de nada Evo Morales recibió -tax free- de los ganaderos benianos un caballo de raza?
¿A qué viene todo esto? Se repite que poco podemos hacer contra el cambio climático y la inercia de los gobiernos, ricos y pobres. Sin embargo, algo, pequeño y profético, sí se puede hacer en el ámbito personal: abstenerse laica, consciente y voluntariamente de comer carne un día a la semana, en solidaridad con la Creación y para mitigar el impacto mencionado. La salud, el espíritu y el planeta nos lo agradecerán.
Francesco Zaratti es docente investigador en el Laboratorio de Física de la Atmósfera de la UMSA, analista de temas hidrocarburíferos y escritor