Cuando Evo renunció, el Tribunal
Constitucional emitió un comunicado, afianzando la sucesión de la entonces
presidenta Añez. Como no se trató de una resolución ni de un fallo, el
comunicado pudo quedarse en la ambigüedad y ser reinterpretado como inútil
luego.
Ya antes, el mismo Tribunal debió deliberar acerca de la repostulación de Evo Morales. Como todos sabemos, llegó a la conclusión tácita de que el referéndum de 2016, como dicen en Chile, “valía callampas”, pero que Evo tenía el derecho a intentar otra reelección.
En el fondo, lo que supimos en ambos casos es que cuando las papas arden y se precisa un Tribunal Constitucional que dirima las más extremas controversias de nuestro cuerpo político, ese órgano simplemente no está. No está porque no tiene el peso institucional, político y personal para pronunciarse de un modo que no agrade a los fuertes del momento. Con Evo en la cima, la reelección salió como por un tubo; con Evo caído, Janine fue sucesora legítima. El árbitro se adecuó a las presiones de la hinchada.
Y esta semana, el Tribunal Constitucional ha terciado nuevamente en otro de los grandes conflictos políticos de la coyuntura: el congreso del MAS. La suspensión del congreso que dispuso el Tribunal solo sirvió para que Evo y los suyos acelerasen la marcha –gracias a la ola de calor a la que echarle la culpa–. Al Tribunal Constitucional nadie le dio la hora; no el congreso del MAS, que siguió adelante, apurado por su comisión jurídica; tampoco el Tribunal Electoral, porque una notificación aún no llegaba. Es que, en serio, nadie cree que el Tribunal Constitucional vaya a zanjar ese tipo de controversias en las que está en juego el poder.
Y ahora nos enteramos de que los vocales del Tribunal Electoral, por boca uno, Tahuichi Tahuichi Quispe, tienen montón de juicios penales abiertos. La presión porque resuelvan los distintos pedidos y recursos legales toma ribetes penales. El que más y el que menos se siente facultado a pedir la prisión de los vocales del Tribunal Electoral, si lo que hacen o lo que se supone que van a hacer perturba a algún actor. Entre los exvocales del Tribunal Electoral ya hay varios que viven fuera, con juicios penales instalados aquí, sin poder volver porque sus tareas públicas fueron un deporte de riesgo.
En el momento igualitario en el que se aprobó la Constitución de 2009, cualquier privilegio o caso de corte para una autoridad era visto como una afrenta a la igualdad ante la ley. De ahí que los juicios de responsabilidades dejaron de amparar a ministros, por ejemplo, y a vocales de algunos órganos, como el electoral. Se partía de la premisa de que cualquier privilegio de juzgamiento sería usado de manera espuria.
Pero ahora, cuando el fuego arrecia, no hay forma de asegurar que tengamos árbitros con el peso y la protección mínima para ejercer sus cargos. El país está huérfano de instancias locales para arribar a acuerdos o para dirimir conflictos extremos. Y es para dudar que por el camino que vamos se construyan esas instancias, sometidas al fuego de presiones y juicios, o sujetas a su propia debilidad endémica.
Y aquí estamos. Los pocos árbitros que quedan, como los electorales, tienen que vivir con juicios pendiendo sobre sus cabezas. Los árbitros constitucionales no existen. Y a la próxima vuelta de tensiones, cuando todos estemos preocupados de qué pasará con la seguridad de nuestras mismas casas o, Dios no quiera, de nuestras vidas, no habrá mediadores a la mano, porque simplemente los hemos quemado a todos.
En algún caso, quizás estamos así porque las instituciones mismas son inútiles. El Tribunal Constitucional se ha vuelto la última instancia casi de cada litigio que se instaura, pero cuando debe hacer valer su peso, simplemente no lo ha hecho. Y por el camino que vamos, podríamos acabar con un Tribunal Electoral en condiciones semejantes.
Esta sociedad necesitará algún rato de árbitros, pero los que tiene poseen pies de barro. Y hay mucha agua corriendo bajo esos pies.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado.