Si el exdirector de Migración Marcel Rivas hubiera sido sentenciado a tres años de cárcel en uno de los procesos que se instauró en su contra, ya habría cumplido su condena y tendría que salir en libertad. Eso pasa en la mayoría de los países con Estado de Derecho, pero esto es Bolivia.
Aquí, en nuestro país, es muy fácil entrar a la cárcel, hasta con acusaciones inventadas, pero salir es tremendamente complicado. La situación de Rivas es trágica porque ya está detenido más de tres años, pero no tiene sentencia.
Su caso es notorio actualmente, pero no el único. Entre los miles y miles de casos de injusticia que tuvimos y tenemos en Bolivia está, por ejemplo, el del médico Jhiery Fernández, que fue falsamente acusado de violación y muerte del bebé Alexander. Se conoció de su inocencia porque la jueza que lo procesaba fue grabada confesándolo y el audio se hizo viral. Aun sabiéndose la verdad, su liberación tardó meses y su caso no ha sido cerrado, lo que lo mantiene en incertidumbre.
Como víctima de un ataque en el Cerro Rico, yo vi cómo un fiscal lavó las diligencias de mi caso, liberando de culpa a cuatro de los cinco atacantes que identifiqué. En esa condición, vi cómo los culpables de crímenes pueden zafarse de la acción de la justicia pagando dinero. Ahora estoy siendo testigo de otro caso en el que personas con poder económico han pagado lo necesario para que un fiscal de La Paz se movilice con el fin de ejecutar la venganza de una persona que se siente perjudicada por un fallo judicial que sí fue justo. Una más de los miles de ironías en Bolivia: hay fiscales que persiguen a los jueces que hacen justicia. Poderoso amo es don dinero.
Hace solo unos días, el Proyecto Mundial de Justicia (WJP, por sus siglas en inglés) presentó un informe demoledor sobre la justicia boliviana: nuestro país ocupa el puesto 131 entre 142 países en cuanto al cumplimiento del Estado de Derecho de sus ciudadanos en 2023. Eso quiere decir, en buenas cuentas, que la justicia boliviana se encuentra, literalmente, entre las peores del mundo.
Las razones para semejante calificación son muchas, pero las que sobresalen son dos: el poder judicial boliviano no es independiente, pues está sometido al Ejecutivo y, además, ha dejado de ser una institución del Estado para convertirse en un sicariato, es decir, una manera de vengarse o castigar a nuestros enemigos, siempre y cuando exista dinero para pagar esos servicios.
Y lo peor es que el informe le ha valido un comino al gobierno, que lo ha ignorado, y también a jueces y fiscales, que parecen coexistir con su mala fama, sin que ésta les incomode en absoluto. Así, sin preocuparse por mejorar las cosas, la justicia boliviana no solo está podrida, sino que se ha convertido en un cáncer que está corroyendo su institucionalidad.
Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.