Para los que llegábamos exiliados o como estudiantes a Francia en la década de 1970, Fernando Laredo era una referencia obligatoria. Trabajaba en la Unesco y ayudaba a los bolivianos en la medida en que podía. No olvido mi primer encuentro con él, en su oficina de la Unesco. Fue la segunda persona que visité en París cuando llegué de España en septiembre de 1972.
Era temprano en la mañana cuando el tren “Puerta del Sol” llegó a destino en la Gare de Austerlitz. Dejé mi maleta en una consigna automática, compré un plano de la ciudad, y tomé el metro con destino a la única dirección que tenía anotada en mi libreta, la del escritor Adolfo Costa du Rels, la primera persona que vi esa mañana de mi llegada a París. Me fui sin anunciarme a su departamento de la Avenue de Kléber, uno de los barrios más lujosos, a pocas cuadras de l’Étoile (el Arco del Triunfo). Me recibió amablemente, con mucha consideración, confundiéndome con mi padre pues me preguntó por Adriana, mi abuela, como si fuera mi madre.
Me dijo con franqueza y una sonrisa soñadora que él estaba completamente retirado de la actividad pública (fue Embajador de Bolivia ante la Unesco), por lo que no podría ayudarme, pero sugirió que buscara a Fernando Laredo, cosa que hice inmediatamente tomando el metro de regreso hasta la estación de Cambronne.
Eran épocas en que no había la paranoia de la seguridad que domina el mundo de hoy, de manera que entrar al edificio de la Unesco en rue Miollis no era tan difícil. Allí me aparecí en la oficina de Fernando, y tuve mi primera conversación con él para explicarle que acababa de llegar desde Madrid, con apenas 50 dólares y un pequeño diccionario francés-español de bolsillo, que no tenía dónde dormir esa misma noche, y que necesitaba trabajo. Fernando me explicó con amabilidad lo que mi ignorancia y mi impaciencia me impedían conocer en ese momento, pero que supe después por mi propia experiencia: los puestos en Naciones Unidas se dan por concurso, siempre y cuando haya un ítem libre. Ningún funcionario tiene la potestad de crear puestos así como así, pero añadió que sin duda en la Conferencia General que tendría lugar un mes más tarde, en octubre, habría empleos temporales haciendo fotocopias o mensajería.
Al ver mi frustración (yo ya me veía durmiendo en algún parque esa noche), alzó el teléfono y llamó a Jorge Otero y Luis Minaya, dos bolivianos que rentaban un departamento que durante dos décadas había pasado de manos de unos bolivianos a otros. Fernando había sido el primer locatario, junto a su amigo Lorini, de ese departamento en la rue Geoffroy Saint-Hilaire, no lejos de la estación de Austerlitz y de la Gran Mezquita de París. Lucho Minaya, a quien yo conocía porque fue periodista en El Diario cuando yo lo era en El Nacional, me invitó sin pensarlo dos veces: “Ya veremos cómo nos acomodamos”. Los cuatro o cinco días siguientes compartí su propia cama hasta que Marcelo Quezada me heredó una “chambre de bonne” cerca del parque de Luxemburgo, pero esa es otra historia.
A Fernando lo volví a ver semanas más tarde cuando, efectivamente, me emplearon durante la conferencia de la Unesco para hacer fotocopias y otras tareas de apoyo. A partir de allí nos encontrábamos de vez en cuando para tomar un café mientras él revisaba en el periódico el “Tiercé”, pues tenía una afición compulsiva por las carreras de caballos y las apuestas, algo que le causó problemas económicos a la larga.
Cuando el escritor Augusto Céspedes fue nombrado embajador ante la Unesco, Fernando se puso en campaña contra él, de una manera tan obsesiva que no le hizo bien, porque se convirtió en un tema recurrente de su conversación: sobre su escritorio manejaba un archivador con recortes sobre el “Chueco”, que mostraba a sus visitantes. Tanto Céspedes como Fernando eran amigos míos, de modo que en una oportunidad logré reunirlos para limar asperezas, algo que nadie había logrado. La cita nocturna en el departamento del “Chueco” fue cordial, pero el humo de la pipa de la paz no duró mucho y las hostilidades siguieron de manera irreconciliable. Las asperezas requerían de mucho más que una lima para suavizarse.
Fernando estaba muy bien informado de lo que pasaba en Bolivia, y sentía pesadumbre por no tener una mayor participación política, pero tampoco hubiera arriesgado su carrera en la Unesco. Durante el gobierno del MIR regresó con licencia temporal para ocupar el cargo de subsecretario de Relaciones Exteriores, pero cuando eso acabó, regresó a París. Alguna vez discutimos sobre la alianza del MIR con Banzer, que él defendía apasionadamente porque esa era la línea del partido. Sin embargo, en más de una oportunidad me expresó su frustración porque el MIR no había reconocido su competencia profesional y experiencia nombrándolo Embajador en Francia o Canciller en Bolivia. Se sentía marginado.
La última vez que estuve con Fernando Laredo fue antes de la pandemia, almorzamos en Cochabamba en casa de Giancarla de Quiroga. Ya se había jubilado de la Unesco años antes, y regresado a su tierra natal. Lo encontré disminuido de salud y solitario como lo conocí siempre. Así, solo, se fue el martes 26 de septiembre de 2023.
@AlfonsoGumucio es escritor y cineasta