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Vuelta | 03/05/2021

Imaginar la libertad

Hernán Terrazas E.
Hernán Terrazas E.

A fines de la década de los sesentas del siglo pasado, cuando gran parte del planeta vivía una euforia de transformación, estudiantes parisinos acuñaron una frase que se convertiría en consigna y símbolo de las aspiraciones de una generación: la imaginación al poder.

Con esto se quería decir que ya estaba de buen tamaño que sean solo los políticos, los militares, los empresarios y otros poderosos los que dictaran las normas de cómo había que vivir e incluso de qué es lo que había que sentir.

La rebelión de las mentalidades afectaba por igual a los dos mundos confrontados entonces. Manifestantes desarmados se enfrentaban a los tanques soviéticos en Praga y decenas de estudiantes morían abatidos a tiros por pedir democracia en la plaza de Tlatelolco de la Ciudad de México.

Se trató de un paréntesis histórico que insinuaba la posibilidad de un cambio o que por lo menos reflejaba la voluntad transformadora de buena parte de la humanidad, que de todas maneras se frustró merced a la brutalidad represiva en algunos casos o a una sofisticada estrategia de superficial asimilación de las demandas para intentar mantener sin cambios de fondo el estado de las cosas, en otros.

Fueron tiempos de desborde y siembra democrática, de pasión, de búsqueda del absoluto, de entrega genuina y de una solidaridad militante que ganó masivamente las calles en todas las direcciones del planeta, sin otra finalidad que la de establecer que algo no estaba bien y  que había que cambiar. Y ojo, no se trató de un tema de izquierdas o derechas,  sino fundamentalmente de la construcción de espacios de libertad.

Ha corrido mucha agua bajo los puentes desde entonces y si bien la caída del muro de Berlín supuso, menos de 20 años después, el advenimiento de una época de esperanza, muy pronto afloraron problemas de otra naturaleza que marcaron la historia con el fuego de las tensiones religiosas y de identidad.

Al tiempo que el mundo se abría a una acelerada integración global, bajo el liderazgo de Estados Unidos, no faltaron los que buscaron refugio en las ‘edades de oro’ irremediablemente perdidas. La mejor manera de no aceptar los desafíos del futuro es volcarse hacia el pasado para escarbar en medio de los escombros de antiguas glorias.

De esa tentación del pasado está hecha la política boliviana desde hace algunos años, pero de algo mucho más remoto que el siglo XX y sus circunstancias. La idea -aparente - es hallar el ancla en la profundidad milenaria de los ancestros para emprender un nuevo camino en esa búsqueda interminable y azarosa de lo que en verdad somos.

Son tiempos de un discurso confuso que se refleja incluso en la rutina gubernamental, en un poder que no termina de definir el rumbo, que recrea – inventa – la realidad, para afirmar una identidad, en contraposición a lo que supone es un pasado que se debe suprimir. En el largo viaje hacia lo auténtico, hacia el paraíso perdido, se borran los puertos intermedios que supuestamente impidieron la continuidad histórica.

Bajo esa lógica el mundo será siempre una amenaza, el otro un enemigo y la suspicacia el freno para la apertura. Desde hace tiempo que Bolivia mira hacia un adentro indescifrable y acentúa su divorcio del resto. Mantiene la puerta entreabierta a las coincidencias ideológicas básicas de algunos vecinos y la cierra a la diferencia.

Hay estrategias políticas que explotan ciertos traumas históricos nacionales: los vaivenes de una autoestima golpeada por supuestos fracasos en todos los órdenes, los “héroes” trágicos de una sucesión de derrotas que alimentaron un patriotismo melancólico y triste, los mártires cuyos nombres figuran en lápidas, monumentos y consignas.

Arrastramos nuestra historia y desgraciadamente pensamos que tenemos muy poco de lo cual enorgullecernos.

En una sociedad con esas características, solo el lamento es victoria y hay quien sabe echar mano de esa tendencia a sentirnos menos, a mirar todo desde la perspectiva del vencido, de la víctima.  Por mantener viva la revancha se deja se apreciar verdaderamente las posibilidades de la vida y la historia se convierte en un eterno ajuste de cuentas.

Vivimos siempre sobre la línea imaginaria de una frontera entre pasado y futuro. No es un abismo lo que hay del otro lado, pero es como si lo hubiera, porque cada que trasponemos apenas esa franja invisible, regresamos temerosos hacia la comodidad de nuestra desesperanza. El cambio nos infunde temor porque nos sentimos  bajo un engaño perpetuo. Y es que no tuvimos salvadores, sino impostores y eso es lo que nos arrincona en la desconfianza.

Y entonces nuestro referente es siempre el desastre. No es la Revolución, son las frustraciones revolucionarias: la Cuba de la escasez, la Venezuela del hambre y la diáspora, la Nicaragua del abuso, la Argentina devaluada y en franca caída hacia el abismo, la expectativa de un Perú que ya no mire más hacia la costa, el mundo y el progreso, el hermano del mítico Machu Picchu y no el que ha logrado sacarle un enorme provecho  a su apertura. Nos aferramos a la fórmula del fracaso en lugar de apostar por los dispersos recetarios del éxito.

Por eso, las tareas pendientes todavía tienen que ver con la construcción de espacios de libertad, con la necesidad de subvertir las mentalidades derrotistas, los encierros inútiles, las diferencias imaginarias, los enemigos fantasmagóricos. Son pocos quienes se benefician de los límites que nos imponemos como sociedad, de esa visión que nos distorsiona en el espejo hasta convertirnos en un fenómeno grotesco e incapaz de sacudirse las máscaras.

Hace cincuenta años a alguien se le ocurrió escribir ´la imaginación al poder´ y aunque, por ahora, el poder se utilice como una camisa de fuerza, hay que hacer volar la imaginación para no dejar de aspirar a la libertad. A fin de cuentas, imaginar la libertad  es una forma de ser libres.

Hernán Terrazas E., es periodista



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