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Ojo en tinta | 23/04/2024

¿Han muerto las narrativas?

Javier Medrano
Javier Medrano

En su libro La crisis de la narración (editorial Herder), el filósofo surcoreano Byung-Chul Han asigna a las narrativas occidentales dos características principales: la fragmentación crónica de los mensajes y la acelerada disminución de la atención, en una sociedad viciada por lo espontáneo de las redes sociales. Hemos asesinado a las narrativas y estas ha caído en el estropicio. Nadie lee más allá de un párrafo o un tuit. Nadie presta atención. Nadie concentra su atención en algo más allá de un minuto. Hoy 45 segundos son un largometraje. Algo inmenso. Demasiado extenso. Una locura. Un despropósito.

Somos una sociedad líquida, como lo enarboló el sociólogo polaco Zygmunt Bauman. Aquella que no puede retener nada entre sus dedos. Aquella en la que todo se escurre, se esparce, se pierde. Lo efímero le ha ganado la batalla a lo perenne. Lo fugaz a lo permanente. La brisa al viento de invierno. Ya nada queda. Ya nada sobra.

Aquella narrativa antigua, lineal, con trama, conflicto, clímax y desenlace ha fenecido. Todo debe ser clímax. Se debe hipnotizar con chutes de adrenalina que permitan mantener cautivo al consumidor de lo que sea o sobre lo que sea. Ya no importa. Debemos diseñar un resbalín sinfín. Con miles de curvas y giros sorpresivos constantes. La caída libre nunca debe terminar. Debe ser un bucle constante y cuando el lector piense que está por aterrizar en piso firme, debemos volver a lanzarlo por los aires. Son ratones de laboratorio con el cerebro seco.

El filósofo surcoreano tiene razón: la digitalización de las sociedades ha socavado la atención. Ya no hay orden. Principio y fin. Nacimiento y muerte. Hay una agonía ad infinitum.

Nuestras vida ahora son precarias al no tener o, por lo menos, mantener, un rumbo determinado. Alguna meta fija. Aunque sea diminuta. El destino está hecho de retazos ya que al ser líquido no mantiene nunca la misma forma. Como resultado de todo este desajuste, nuestras vidas se definen por su fugacidad e incertidumbre. Nuestra principal preocupación es no perder el tren de la actualización salvajemente constante, ante los rápidos cambios que se producen en nuestro alrededor para no quedar aparcados en el espacio de lo obsoleto.

Nunca olvidemos que las narraciones crean lazos. Son un pegamento social que nos ayuda a conocer, descubrir, confiar, creer, vivir en sintonía con nuestra época. La narrativa nos hace contemporáneos. Nos hace únicos, en el sentido de que compartimos conocimiento, experiencias. Las narrativas nos devuelven nuestra identidad. La refuerzan y la respaldan.

De ellas nace lo que nos conecta y vincula. Y gracias a estas características podemos fundar comunidades, salvar contingencias. Contar con un relato nos permite reconocernos como seres humanos y evita que caigamos en una desorientación y extravío. Solo la narración es la que nos eleva y nos une a través de una historia común transmisible que hace significativo el transcurso del tiempo, aportando un poder transformador a la sociedad; es la única que puede volver a reunirnos alrededor del fuego para darnos sentido a nuestras vidas. Aquella fogata que nos demanda concentración, reflexión y nos conduce a lo enigmático y profundo de nuestra psiquis.



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