El asunto no es tan simple. Se detuvo al gobernador de una de las regiones más importantes del país. Es decir, a la persona elegida por voto de la gente para que se haga cargo de la gestión departamental durante cinco años y al luchador cívico que, le guste o no a alguna gente, fue uno de los principales gestores de la huida de Evo Morales tras el intento de fraude en las elecciones de 2019.
Y lo peor es que la detención de Luis Fernando Camacho es por un delito inexistente: haber sido partícipe de un golpe de Estado que solo figura en la imaginación o narrativa del partido en el poder. Se somete a la justica, se la manipula y aniquila en su sentido al crear una ficción judicial contra quien de antemano se supone culpable. A la invención del delito no puede corresponder otro desenlace que no sea el de una culpabilidad que se castiga, como en el caso de la expresidenta Jeanine Añez, en dosis preventivas de 6 o más meses.
Mientras se intenta demostrar lo indemostrable, un delito fantasioso, te pongo detrás de las rejas por si acaso y lo hago en un recinto para reos de alta peligrosidad, asesinos, violadores, narcotraficantes y tiranos como García Mesa y Luis Arce Gómez, para destruir la dignidad de la persona y la validez de la causa de la que fue partícipe entre octubre y noviembre de 2019.
De lo que se trata es de ajustar cuentas no solo con los individuos, sino con una colectividad democrática que salió a las calles para frenar las ambiciones autoritarias de un expresidente que no quería y no quiere dejar el poder. La condena a Añez y la detención de Camacho son resultado de una venganza, una “vendetta” mafiosa, instrumentada desde las ruinas de una institucionalidad sometida al poder.
Por eso, la defensa de Camacho y Añez se ha convertido en la principal causa democrática en este momento. No es simpatía con la persona, es solidaridad, necesidad de identificarse con quienes son víctimas de un atropello que deja al descubierto la indefensión del ciudadano ante los caprichos de quienes ejercen temporalmente la conducción del Estado.
Bolivia está en riesgo de convertirse, sino es que ya lo es, en una enorme “cárcel” de seres vigilados, que solo pueden moverse o expresarse hasta donde la simulación de la libertad lo permita. Peor que el desconocimiento de los resultados del referéndum del 21F o que el fraude de 2019, la venganza grotescamente disfrazada de justicia hunde al país en la misma ciénaga de la que no pueden salir desde hace años países como Venezuela, Cuba y Nicaragua.
Lamentablemente, el gobierno ha querido que el año 2022 concluya mal y que el 2023 comience peor. No solo ha declarado la guerra sin cuartel a una región del país, la más próspera y dinámica, sino contra todos y cada uno de los bolivianos que quieren vivir en un lugar donde se respeten las reglas democráticas y el estado de derecho.
Es un grave error creer que al detener al líder desaparece la causa. Por el contrario, lo único que se ha conseguido es profundizar el convencimiento de que la causa es correcta y que es legítimo pelear por ella.
La reacción de Santa Cruz ante el atropello, uno más en la suma de los abusos cometidos en contra de ese departamento desde hace ya varios años, ha sido mesurada y responsable hasta ahora, salvo por incidentes aislados y violentos que más parecen resultado de una planificada criminalidad, que de una reacción ciudadana auténtica.
El mayor peligro es que el gobierno parece haber decidido separar a Santa Cruz, gobernar de espaldas a más de 3 millones de personas, poco menos un tercio de la población total del país, ignorar sus demandas, además de perseguir y condenar a sus autoridades democráticamente elegidas, sin medir las consecuencias que puede traer una determinación de esa naturaleza.
¿Qué hay detrás de esta torpe decisión del presidente Luis Arce? ¿Una costosa “ofrenda” a Evo Morales en busca de la reconciliación? ¿Un tiro de gracia al ordenamiento democrático para gobernar desde el abuso y el desconocimiento del otro o los otros? Sea lo que fuere, el resultado es que se vienen tiempos de peligro e inestabilidad, de profunda desconfianza y escenarios incómodos y riesgosos para la inversión y el desarrollo económico. Gobernar sin Santa Cruz puede representar eso y mucho más.