Tengo la sensación de que
el país se está acercando peligrosamente a una situación de desgobierno,
entendido, de acuerdo al Diccionario de la Real Academia de la Lengua como “Desorden,
desconcierto, falta de gobierno”.
Las autoridades han presumido que con el uso del Estado como instrumento de represión política y la mentira como forma de relacionarse con la sociedad era suficiente para doblegar a una población que, si nos atenemos a los mensajes que ha lanzado en forma reiterada, exige entrar en un proceso de reconciliación nacional para enfrentar democrática y eficazmente las crisis económica y de salud.
Más bien, las autoridades, al parecer con el único propósito de satisfacer los deseos del ex presidente fugado, se han dedicado, desde su posesión, hace cerca de un año, a atizar los conflictos, obstaculizar toda forma de diálogo, reprimir a quien disiente, aislar irresponsablemente al país en el concierto internacional y confundir la administración estatal con la conquista de espacios de poder. Todo ello, en un clima de permanente e insana provocación.
Esa forma de actuar, sin embargo, ha logrado lo que la práctica democrática no pudo conseguir: que se sienten en una misma mesa representantes de diversos sectores sociales, políticos, cívicos, gremiales, vecinales para parar el avasallamiento, y es tal el desconcierto y descontento que la próxima semana el gobierno, si se mantiene en sus trece, ingresará en uno de los momentos más delicados de su corta y ya cansadora gestión, en el que no bastarán los discursos de plazoleta de sus miembros ni la acción represiva vía la fuerza, a través de la Policía, los militares y sus grupos “paras”, ni la institucional, a través del Órgano Judicial y el Ministerio Público, totalmente deslegitimados.
Se agrava su actuación porque ya nadie cree en la palabra de las autoridades, salvo sus seguidores, intelectuales “orgánicos” y guerreros digitales, aunque parecería que su lealtad tampoco estaría asegurada, precisamente por las improvisaciones que sus mandantes deben hacer frente a una realidad que los desborda, como ha sucedido en el conflicto con los productores de coca de Yungas, el proyecto de ley “Estrategia Nacional de Lucha Contra la Legitimación de Ganancias Ilícitas y el Financiamiento de Terrorismo”, y un largo etcétera.
De esas experiencias concretas, y pese al sectarismo y la incapacidad administrativa, pareciera que a momentos las autoridades se dan cuenta de que, como decía Talleyrand, todo se puede hacer con las bayonetas, menos sentarse en ellas.
En este sentido, y ateniéndonos a la historia reciente del país, hay límites de tolerancia en la población, y cuando se los pasa no hay poder que pueda controlar su reacción, más aún cuando salta a la vista que las autoridades, por un lado, lo hacen no en aras del interés común sino, como ya se ha dicho, de un caudillo y un proyecto de poder autoritario, dependiente de fuerzas externas. Por el otro, que ese proyecto sectarito trata de ser disfrazado de popular, cuando en realidad está al servicio de los grupos sociales que han cooptado la administración estatal.
Sería ideal que se imponga la línea del diálogo en los administradores del Estado de manera que, con visión de futuro, les sirva para encontrar acuerdos con los diversos sectores de la población y la oposición. De esa manera, se podría revertir la polarización en que nos encontramos y sentar bases sólidas para recomponer nuestro maltratado sistema institucional democrático.
Si las autoridades no van por ese camino, el desgobierno se hará realidad… y eso tiene consecuencias que, además de imprevisibles, a todos nos constarán mucho …
Juan Cristóbal Soruco es periodista y escritor