Parto celebrando que Antonio Saravia, PhD
en economía, nos honre terciando en el amigable intercambio de ideas registrado
entre Gonzalo Chávez y mi persona sobre la Teoría Monetaria Moderna. En la nota
publicada por Saravia (El peligro de la Teoría Monetaria Moderna, Brújula
Digital, 30.11.20), hay aspectos que tienen que ver con el fondo del tema y otros
que me parecen subjetividades y adjetivaciones innecesarias; distorsionan las
ideas de fondo y el propósito mismo del debate, precisamente, sobre las ideas.
Respecto a este segundo aspecto, por mi formación, no soy proclive a aferrarme a dogmas y mucho menos a dogmas en una disciplina tan permeable a “intromisiones” humanas, como es la economía. Dicho esto, nada tengo que defender de la TMM como teoría, porque la entiendo como un marco conceptual enfocado en analizar los procesos reales; como tal, tiene amplia ventaja sobre el enfoque ortodoxo que, cada vez más, recurre a recursos matemáticos para forzar a que “la realidad se ajuste a las teorías”.
Tampoco me parece que el libro de la profesora Stephanie Kelton sobre la TMM ni las publicaciones de académicos como Bill Mitchell, Steve Keen o Michael Hudson, para citar apenas otros tres, tengan pretensión alguna de ser verdades absolutas, mucho menos biblias o santos griales. Son observaciones sobre los flujos (y la formación de acervos) monetarios y financieros en economías que se caracterizan por: i) un tipo de cambio flotante, lo que libera a la política monetaria de tener que defender las reservas internacionales; ii) un gobierno soberano que tiene el monopolio para la provisión de su propia moneda fiduciaria; y, bajo este sistema, iii) la moneda no tiene un valor intrínseco y su uso se justifica porque es el único medio de pago de impuestos y otras obligaciones con el Gobierno.
Establecidas estas precisiones, paso a comentar los argumentos que Saravia esgrime para afirmar que la TMM es “conceptualmente errónea, definitivamente populista y un refrito de peligrosas ideas marxistas”.
En ningún caso la TMM afirma “que el déficit no importa y que el gobierno puede gastar sin límite”, como erróneamente interpreta Saravia. Lo que plantea la TTM es que un Estado que cumple con los criterios citados, “en principio no tiene mayores restricciones financieras para comprar, en su moneda, cualquier bien o servicio que produzca su aparato productivo”. Pero, a punto seguido, aclara que hay límites reales a esa capacidad determinados por los recursos disponibles y, en especial, por la capacidad del aparato productivo. Tampoco es correcta su interpretación que “los impuestos solo sirven para controlar la demanda”: la TMM observa, en este sentido, que dadas las experiencias monetarias del QE y del QQE con sus metas de inflación, la política fiscal podría ser mucho más efectiva que la monetaria.
Por todo lo anterior, son caricaturas lamentables afirmar que, para la TMM, “el déficit fiscal no importa porque mientras más dinero imprima más riqueza se podrá crear”, que “promete algo a cambio de nada” o, finalmente, atribuirme la afirmación que sucesivos déficits fiscales “crearán un remanente a ser usado para invertir aún más”. El mensaje de TMM, simplemente, es que el gobierno (de una economía que cumple los tres criterios), tiene abierto el camino de incurrir en déficit para fortalecer la capacidad productiva (con empleo) que generen mayores ingresos futuros que, eventualmente, anularán el déficit.
Respecto a que la TMM justifica todo esto recurriendo a identidades contables “sin entender lo que realmente cuentan”, no caben mayores comentarios. Saravia entra al mundo de “imaginemos” para llevarnos al irreal caso de una economía cerrada al comercio internacional; la TMM se rige por las identidades contables que establecen que la suma de los tres flujos netos sectoriales, es decir, de los saldos financieros netos del sector público, del sector privado doméstico, y del sector privado externo, debe ser cero. Es obvio que el caso que Saravia nos pide imaginar no tiene cabida en este escenario, ni siquiera en casos especiales cuando el saldo comercial sea ocasionalmente nulo.
Lo que la TMM simplemente muestra es que los gobiernos, en realidad, tienen un mayor abanico de opciones de política pública que los “permitidos” por el modelo ortodoxo. En este sentido, dados los pobres resultados en términos de desarrollo de los casi 50 años de políticas liberales a ultranza, tiendo a dar la razón a Saravia respecto a que los liberales testarudos se equivocaron de medio a medio al insistir machaconamente en reducir déficits con medidas de “austeridad para los muchos”, mientras los poderosos acumulan rentas “financiando” a los déficits públicos que, en realidad, no necesitan ser financiados por ese medio.
Sin ser marxista, encuentro que la obra de Michal Kalecki o de Abba Lerner tienen, para mí, mucho, mucho más sentido que la de Milton Friedman. Pero, de “preferir a Milton”, a generalizar que “si uno cree en la TMM, la inevitable consecuencia es creer que el gobierno es la fuente de la riqueza a partir del gasto, el déficit y la impresión de papelitos”, y que “toda creación de riqueza de individuos emprendedores es puesta en duda”, es simplista y cae en un dogmatismo incompatible con el pensamiento crítico.
Finalmente, siento un tufillo a inquisición en la afirmación que una teoría “es peligrosa”. Fuera de entenderla como admisión de incapacidad para refutarla conceptualmente, no corresponde a un debate en el que me sentiría cómodo.
Enrique Velazco Reckling coordina el Proyecto “Diálogo social y laboral” de INASET