A mi hijo Sergio
No es el fin del mundo, pero es el fin de un mundo. Ahora sí dejamos atrás el orden mundial pos Guerra Fría, marcado por una relativa estabilidad mundial que hizo pensar en el fin de la historia. Desde esa episteme (relativamente) sosegada se podía avizorar “la paz perpetua” añorada por Kant. Pero la historia, siempre sorprendente y candente, trajo por la olvidada ruta de seda a China. Y de ser considerado hasta la década de los 70 un país subdesarrollado, pasó a convertirse en uno arrolladoramente desarrollado.
Estados Unidos le venía siguiendo el paso y tomando debida nota. Los demócratas se acomodaron y reconfortaron con la globalización, los juegos de suma positiva (ganar-ganar) y la “coevolución” con China planteada por Henry Kissinger. Pero el pensamiento conservador discurría por una vereda distinta: Robert Kagan dio el primer campanazo en “Poder y debilidad”, cuando dijo que Europa se estaba cobijando cómodamente bajo el alero militar de Estados Unidos. Trump retirará el ala imperial de Europa al cambiar a su “adversario” estratégico: no lo es Rusia, ni geográfica ni militarmente, sino China, pues como lo expresó con claridad meridiana Robert D. Kaplan en “El retorno del mundo de Marco Polo”, el “interés primordial” de Estados Unidos es evitar que surja en el Pacífico una potencia similar a la de Estados Unidos.
¿Y qué pasa con América Latina? Si la Unión Europea se quedó adormecida en su bienestar y apoltronada en su optimismo, América Latina está decididamente turbada. No logra dimensionar el mapa amplio que se está desplegando ante sus ojos a pasos acelerados: volvimos a una reformateada Guerra Fría, nuevamente tendremos a dos colosos enfrentados, no ideológicamente como en el pasado, pero sí comercial y geopolíticamente. Y ambos asumen la tarea denodada de concentrar sus fuerzas, recursos y zonas de influencia. China lo venía haciendo, ahora Estados Unidos nivela la carrera.
En ese nuevo mundo se jugará con nuevas cartas: intereses, poder y dinero. Mucho dinero, porque el superávit será la medida del poder nacional. Entonces sentimos que los latinoamericanos cojeamos en las tres esquinas: ni dinero en abundancia ni poder suficiente ni una mirada diáfana sobre nuestros “intereses primordiales”. México es el ejemplo del desconcierto ante la redefinición de Estados Unidos: su antiguo socio los gravará con aranceles y si lo hace, entonces ya no es su socio. Para decirlo con Octavio Paz: le tocará sufrir en el laberinto de la soledad. Y este también parece sugerirse como el nuevo síndrome de América Latina: el síndrome de la soledad que asume quien se siente espectador del drama mundial y no actor de ese nuevo mundo en ciernes.
César Rojas es comunicador social y sociólogo.