Jorge Patiño (“El capitalismo libertario llega al país”, BD 24/08/23), en su personal estilo, pone una formidable prueba de consistencia social a las consignas de quienes, en mayor o menor grado, se suben al alegórico carro “libertario”. Al cuestionar la realidad simplista del mundo como un conglomerado de emprendedores, cierra su nota sentenciando que “ese país de angurria y de dientes afilados que valoriza los emprendedores que más ganan, produce la misma reacción que el nazismo. En lugar de una raza superior, tenemos un ser humano que expresa su superioridad en ganar más dinero sin mirar dónde pisa. Al perdedor, la cuneta.”
Aunque en dos notas anteriores me he referido a la levedad conceptual y real de las propuestas con las que se trata de (re)poner en boga el liberalismo (“El liberalismo (visto) por el tubo”, BD 27/06/23, y “El liberalismo, ¿el gato o la liebre?”, BD 25/07/23), la nota de Patiño enfatiza un tema que es central al discurso neoliberal, y fue alegremente adoptado por el socialismo del Siglo XXI: el mito del emprendedurismo.
Luego del “21060” –que frenó la hiperinflación pero incrementó significativamente el desempleo, el Banco Mundial trajo a Bolivia varios proyectos diseñados para dar, a los gobiernos de la región, algún alivio frente a la resistencia social generada por las medidas del ajuste estructural impuestas por la ola neoliberal. Además de las transferencias focalizadas (bonos) y de programas en salud y empleo de emergencia, la nave insignia de las reformas fue el microcrédito “destinado a liberar todo el emprendedurismo que caracteriza a los pobres”.
Al inicio de los años 1990, con la Federación Boliviana de Pequeña Industria (FEBOPI), mostramos que el microcrédito, lejos de apoyar el desarrollo de actividades generadoras de valor y empleo, con sus exorbitantes tasas de interés, convirtió “ONGs pro-pobres” en florecientes “bancos pro-lucro” que masificaron el micro-comercio como canal de distribución del contrabando masivo.
Con el contrabando, bajo el eufemismo de emprendedurismo, creció la auto-explotación y la precariedad laboral, acentuando la incapacidad estructural de la economía de crear los puestos de empleo digno que necesita la sociedad.
Las razones eran evidentes: en un mercado abierto al mundo, ninguna actividad económica legal podía generar valor agregado y empleo digno (de calidad) con tasas de interés superiores al 20%; pero, además, tampoco todos los que emprendían lo hacían por las mismas razones, ni con los mismos recursos, ni con los mismos objetivos.
Una primera y clara distinción está en la razón que impulsa al emprendimiento: la necesidad o la auto-motivación. En el primer caso, si bien hay muchos ejemplos de triunfo (“la necesidad es la madre de las invenciones”), normalmente les ayuda un “alineamiento estelar” favorable (suerte); los impulsados por la motivación, tienen más tiempo para madurar las ideas y para generar las condiciones favorables para su materialización.
Como una segunda limitación, quienes emprenden por necesidad normalmente sólo disponen de su fuerza de trabajo o de ciertas destrezas, innatas, o adquiridas en experiencias laborales previas.
Quienes lo hacen por motivación propia, tienen varias ventajas adicionales, como la capacidad de detectar, identificar o de crear oportunidades a partir de sus ideas, conocimientos o contactos.
El impacto de estos emprendimientos en la economía y en el bienestar social, está definido por el objetivo perseguido: si la meta es la simple sobrevivencia o una mejora en el bienestar familiar, muy probablemente se circunscribirán a actividades mercantiles y rentistas de baja productividad que caracterizan a la vasta mayoría del auto-empleo precario.
Quienes mayor impacto tienen en el desarrollo, son los emprendedores impulsados por el logro: no los motiva el acumular riqueza sino la realización personal y la satisfacción que les genera el hecho de haber realizado o materializado una idea; al tener valores más altruistas y diversos que el lucro (en la teoría económica tales entes “no existen”), aportan más al desarrollo integral. Sin embargo, casi siempre sus ideas y productos los vuelven bienes mercantiles quienes perciben las oportunidades de lucro, por lo que los emprendimientos guiados por el lucro tienen el mayor impacto en el crecimiento económico total. Son los que, en la categorización de Patiño, “expresan su superioridad en ganar más dinero sin mirar dónde pisan”.
Desde esta mirada, la ola de “start-ups” que buscan proyectos financieramente rentables, no es mucho más que la forma actual del oportunismo institucionalizado que disfraza la sed de lucro en adjetivos llamativos: tecnologías de “x” generación, “y” revolución industrial, economías de colores (naranja, verde, azul o…), etc. Pero empleo digno, la responsabilidad social y ambiental, o el crecimiento inclusivo, no son realmente las metas ¿no ve? Por eso, en estas condiciones, el emprendedurismo, sea neoliberal o del SSXXI, no pasará de ser una etiqueta decorativa.
Un par de apuntes finales. Primero, en el debate sobre el desastre del “modelo” económico, todos los dardos se apuntan a políticos; pero si bien el pobre desempeño de nuestras economías no es por falta de recursos naturales, ni por incapacidad de trabajo de nuestra gente, sino básicamente por las malas políticas aplicadas, es innegable que detrás de los malos políticos ha habido “muy buenos economistas” que comparten las responsabilidades. Segundo, mucho ayudaría que los políticos –y los economistas detrás de ellos, tuvieran experiencia personal real en haber creado empleo productivo antes de imponer políticas que solo sirven como ideologizadas arengas, o son válidas dentro de idealizadas teorías.
Enrique Velazco Recklling, Ph.D., es investigador en desarrollo productivo