La epidemia del coronavirus ha desvelado
las graves carencias del sistema de salud. Que no estábamos preparados para una
emergencia así, era muy evidente. No podría ser distinto en un país cuyo gasto
de salud (como porcentaje del PIB) es 25% menor a la media de América Latina y
está en un nivel similar al de África.
En los años de bonanza económica, que el populismo dilapidó, el gasto de salud fue apenas el 5,3% del PIB en promedio, inferior al 6,5% del año 2002, en crisis económica. Un sistema de salud con tal penuria financiera, con insuficiencia de hospitales, personal médico, equipos y medicamentos, forzosamente sus indicadores tienen que situarse entre los más atrasados de Latinoamérica: 67,9 años de esperanza de vida, frente a 74,7 en promedio; una tasa de mortalidad materna de 206, frente a 67 en la región; 38 de mortalidad infantil, frente a 18 de América latina. Y ello, a pesar de los progresos que en su día supusieron el SUMI y el seguro del adulto mayor, y que luego se estancaron.
El incremento del presupuesto destinado a la salubridad, determinado por el gobierno transitorio, busca corregir el hecho insólito de que el gasto público de salud, con relación al gasto total del Estado, fuera el más bajo de la región. Pero este incremento no alcanza. Mucho menos cuando el sistema sanitario afronta una presión descomunal (aún los países desarrollados, y con la salubridad más avanzada, están desbordados por las exigencias de la pandemia). Se justifica, entonces, las medidas duras y extremas de prevención que se adoptan en Bolivia, única forma de evitar un crecimiento exponencial y sus efectos catastróficos.
Pero el infortunio bien puede tener un poder de catarsis. Pascal decía que la desgracia descubre al alma luces que la prosperidad no llega a percibir. Y es que no hay desgracia absoluta, ya que ella misma puede ser la cura de males subyacentes. Los bolivianos no somos ajenos a esta experiencia: la vivimos cuando la hiperinflación nos cayó como una fatalidad bíblica. Ese episodio fue clave para que la sociedad aprenda a valorar la estabilidad económica y las cuentas fiscales saneadas; gobiernos sucesivos siguieron esta regla, incluso el MAS, hasta que la borrachera del poder lo llevó a renegar de ella, transportándonos a un escenario fiscal complejo y crítico, que ahora es una restricción severa para asignar más recursos a la salud y contener una posible recesión económica.
En el momento dramático que nos toca, el sentido común aconseja forjar una fuerza proporcional a la dimensión del problema, si no queremos perecer en el: la cohesión nacional sería una de ellas. Recuperar un sentido de nación y de comunidad colectiva. Acá no caben cálculos mezquinos y egoístas; es preciso pensar con grandeza y cerrar filas alrededor del gobierno nacional y de las autoridades locales, que tienen la tarea bravía de conducir esta batalla, y en plena línea de fuego.
De esta crisis saldremos, y cuando eso ocurra quedará el reto de una cirugía mayor a la salud pública, con la ventaja probable de un consenso social para esta reforma y, ojalá, con la voluntad para un pacto político que encauce los cambios necesarios. i) crear un seguro universal de salud sostenible, incorporando a más de 4 millones de bolivianos al sistema; ii) una reingeniería del sistema de salud, con un pilar en la descentralización de la gestión, y un modelo articulado de atención que priorice el nivel primario; iii) incrementos progresivos del presupuesto de salud, y un esfuerzo consistente de eficiencia en la asignación y uso de los recursos, incluyendo un fondo especial para epidemias y enfermedades graves hoy desprotegidas, como el cáncer y otras.
Henry Oporto es sociólogo.